Hoy en día nos preocupa tanto encajar en la sociedad, entre nuestros amigos y vecinos, que le restamos demasiada importancia a lo inmaterial, a nuestro reflejo y a nuestros aportes. Lo que no puede ser sepultado es lo que más fácil se lega, aquello que dejamos tatuado en la memoria es lo más valioso, a diferencia de los bienes materiales que son parte de un patrimonio palpable, algunos muebles, propiedades, ropa y objetos pequeños. El día en el que partamos los recuerdos llegarán de pronto para aflorar de forma preponderante en el testamento, el legado de una persona va más allá de la muerte, incluso, más allá de un enorme reconocimiento.
Las pequeñas contribuciones nos hacen humanos y edifican cimientos inquebrantables, para bien o para mal, nuestra sucesión etérea no se evapora así como así, ni se divide a prorrata, es única y especial la forma en la que se impregna en cada quien.
Es bien particular cuando uno se pone a sopesar cómo y cuánto influyó una persona en nosotros, en nuestro progreso, en nuestra vida personal, en nuestros talentos o emprendimientos, en cada aspecto que nos envuelve como personas. Si bien la mayor parte del tiempo nos esforzamos incansablemente para aparentar aquello que esperamos piensen de nosotros a través de objetos, adornos, historias e incluso publicaciones en las redes sociales, de vez en cuando y con mayor urgencia, es necesario detenernos y rumiar el hecho de que la vida es un ratico dedicado a conocer buenas personas, amar, compartir y soñar, un rato en el que vale la pena construir para nosotros y las demás personas, para hijos, hermanos, para quienes no conocemos y a quienes importamos mucho, un legado plagado de recuerdos, enseñanzas, reflexiones y principios, puede decirse que se habla de lo indispensable; después de todo, la buena memoria se encargará de repartirlos y quien corresponda asumirá lo legado.