En medio de un mundo lleno de tensiones, transformaciones y contradicciones permanentes, es necesario encontrar nuevas formas de escucharnos, valorarnos y respetarnos. Solo así podremos rechazar de plano todo tipo de violencia. De lo contrario, vamos directo hacia un abismo sin fondo.
Así lo confirma el acuerdo firmado por los directores de la institucionalidad nacional en un documento final, luego de dos horas de conversaciones, cuyo propósito fue alcanzar un punto central para desescalar la violencia en la comunicación verbal, especialmente en los debates políticos.
Estos, como se sabe, son el referente de todo un pueblo, que inevitablemente replica lo que escucha en los grandes recintos donde se toman decisiones que definen el futuro del país, como el Congreso de la República.
Sin embargo, es necesario tomar verdadera consciencia de esta necesidad urgente y prioritaria. No es fácil: llevamos siglos sin lograr entendernos, y la confrontación se ha profundizado tanto que la violencia verbal ha dado paso a hechos lamentables. Hoy, la sangre corre por los valles y montañas del país en medio de un clima de inseguridad, que colma la paciencia de los colombianos, quienes viven en medio del miedo y sin respuestas concretas a sus necesidades fundamentales.
No basta con suscribir acuerdos si no somos capaces de mirarnos a la cara, como quedó en evidencia en la reciente reunión convocada por la Iglesia. Era previsible: llevamos tres largos años siendo testigos de disensiones alimentadas por un discurso oficial que, lejos de traer paz, ha sembrado más confrontación. Incluso los dirigentes en las más altas posiciones gubernamentales han caído en la misma lógica, al punto de llegar a un momento que parece de no retorno.
Es importante leer y releer el documento firmado por las personas de mayor dignidad institucional, asimilarlo en su totalidad y convertirlo en una hoja de ruta desde ahora mismo. No debemos permitir que se quede en el papel, que todo lo aguanta. Cumplirlo será una tarea difícil, pero necesaria. Requiere conciencia plena de la enorme responsabilidad de quienes nos dirigen, porque ellos son el espejo de un pueblo que los escucha a diario.
Ciertamente, en los últimos años se ha avanzado algo en el respeto a la diferencia, pero no es suficiente. Se estigmatiza con facilidad a quien piensa diferente, especialmente en lo político, condenándolo de inmediato a la caldera del diablo.
Persisten aún diferenciaciones de clase, el rechazo a las etnias afrodescendientes y a las culturas ancestrales, lo que imposibilita el encuentro, la aproximación y, sobre todo, la fraternidad. Abunda la publicidad, pero escasean los hechos que evidencien una verdadera convivencia pacífica.
En este sentido, las redes sociales modernas tienen una gran cuota de responsabilidad: desde allí se disparan epítetos de todo calibre, sin distinción de raza, pueblo o nación, sembrando confrontaciones, odios y rencores que inevitablemente conducen a la violencia.
Es este un momento propicio para que, desde la escuela, se enseñe la mejor forma de vivir con dignidad, valorar la vida, respetar la diferencia y propender por la búsqueda del sentido de la existencia. Solo así las nuevas generaciones podrán acceder a una cultura superior que las conduzca a una vida digna y en paz.