Qué fácil es juzgar a quienes están privados de su libertad, qué fácil es decir que ellos tienen que pagar por sus culpas y crímenes, pero qué difícil es aceptar que son hermanos nuestros que requieren de nuestra ayuda, de nuestra solidaridad y de nuestra oración continua. Trabajé durante 12 años de mi vida sacerdotal en centros penitenciarios de Caicedonia y de Tuluá; vi y sentí el dolor de cientos de hombres y mujeres que, unos inocentes y otros culpables, estaban tras las rejas de una prisión.
Pude constatar las condiciones inhumanas en que viven en estos centros de reclusión. Desayunar a las 7 am, almorzar a las 11 am y comer a las 4 pm para luego ser recluidos en las celdas donde en espacios para 70 reclusos hay 150, donde en un patio que mide no mas de 400 metros cuadrados hay amontonados 150 internos que tienden allí su ropa, caminan un poco y hasta arman canchitas de microfutbol para practicar algún deporte y matar así el tiempo, donde tienen que comer en el suelo porque no hay comedores especiales para ellos y donde los espacios de rehabilitación son muy escasos.
Está bien que tienen que pagar por sus culpas, que la ley así lo considera. Pero son seres humanos y merecen todo nuestro respeto y tienen derechos que deben cumplirse. Lo de la tragedia que enlutó a 51 hogares colombianos y sobre todo vallecaucanos, era casi una crónica de una tragedia anunciada y aunque en el caso de Tuluá la cárcel fue ampliada y la parte nueva tiene “ciertas comodidades” la parte antigua es un homenaje a la deshu-manización de los presos y es una verdadera bomba de tiempo que demostró su realidad el martes pasado.
La presencia de la iglesia católica en este momento, con la celebración eucarística por las víctimas la noche de la tragedia, es la muestra de que nuestra iglesia está con los más necesitados y que la gracia del cuerpo y la sangre de Cristo y de la oración eclesial fortalezca en medio de su dolor a los familiares de las víctimas en este momento de dolor.