Nos estamos acostumbrando a la violencia contra la juventud que se acrecienta cada día.
No escapan adolescentes, jóvenes, hombres y mujeres mueren en las calles de la ciudad, en las montañas del municipio, no solo acribillados por las balas asesinas, sino que en una carrera enloquecida caen víctimas de la accidentalidad a la madrugada de un domingo cualquiera.
Ya nadie se lamenta, nadie se preocupa, nadie denuncia, solamente se escucha el llanto de sus familiares que esperan justicia, antes que venganza, pero no existe una política integral oficial que prevenga esta situación muy grave para nuestra sociedad, salvo pagar a los que están sentados en las esquinas de los barrios populares, para ver pasar a los muertos.
Vivimos una sociedad enferma por los vicios, el afán del dinero fácil, imbuídos por una publicidad dañina y consumista, por referentes fantasiosos, luces que atraen pero no iluminan el alma, en una carrerra enloquecida por alcanzar el éxito, pero sin sentido, sin propósito, solo el espectáculo que deslumbra por unas pocas horas y la muchedumbre termina más enloquecida, peor de lo que estaba, no están satisfechos, así que van y vienen en la púsqueda del sentido y no lo encuentran, nadie les ofrece una salida digna para vivir, en consecuencia ni la vida misma les importa. Hay una anarquía del alma, todo se relativiza, existe un “sálvese quien pueda”, otros optan por huir, y se estrellan contra otras realidades peores.
Volver a las raíces, rescatar la tradición, la historia, el lugar donde nacimos, vivimos y nos encontramos, recuperar el sentido de pertenencia, y esto solo lo hará la educación, que tiene la máxima importancia en tiempos difíciles, una nueva educación que no solo se dedique a transmitir conocimientos como si el alumno fuera un banco de ahorros, sino al encuentro personal profesor-educando, crecer juntos, respetarse, para servir y ser feliz en el encuentro con el otro, convivir antes que malvivir. De la mano de Dios, que todo lo ha hecho bien.