No hay mayor alegría para una pareja que el nacimiento de un hijo y son naturales los preparativos, que se proyecten cosas y se trabaje para darle la bienvenida a este mundo.
Eso justamente pasó por la cabeza de los esposos Julián Hernández y Stephani Valencia, quienes hace ya casi seis años se ilusionaron con la llegada de su segundo retoño y aunque la madre en sus entrañas sentía que algo no iba bien, las ecografías le mostraban lo contrario.
El 24 de mayo de 2018, el gran día del nacimiento, la vida les puso de frente una de sus pruebas más complejas. Su pequeño había nacido con una presión ocular que daba la impresión de hacer estallar las pupilas del infante, por lo que de inmediato fue sometido a una cirugía, pero la pérdida de la visión era inevitable.
El diagnóstico, luego de los exámenes iniciales, le arrojó que padecía del Síndrome de Peter Plus, enfermedad hereditaria que se caracteriza por anomalías oculares, estatura baja, labio leporino, con o sin paladar hendido, rasgos faciales característicos y discapacidad intelectual.
Pero si el panorama era triste para esta familia tulueña, se hizo más complejo al encontrar que al padecimiento inicial se le sumó el síndrome de Wolfran, una rara enfermedad endocrina caracterizada por la triada de diabetes mellitus de aparición en adultos, pérdida auditiva progresiva (generalmente diagnosticada en la primera década de vida y afectando principalmente a las frecuencias bajas y medias) y/o atrofia óptica de inicio juvenil.
Dura prueba
«No se puede negar que eso resulta duro para uno como padre, que su hijo le llegue con una enfermedad tan compleja y de la cual ni los propios médicos tenían información, por lo que nos tocó aprender de manera autodidacta para saber cómo sobrellevarlos», dice Stepha-ni Valencia en su diálogo con EL TABLOIDE.
De la negación a la fe
En el 2020, cuando el mundo se estremecía por la pandemia, esta familia encontró una puerta que los llevó a cambiar de percepción frente a la situación que afrontaban. «Yo siempre me había congregado en una iglesia cristiana y mi esposo era de origen católico. Y la verdad me dolía que algunos hermanos señalaran lo de Juliancito como un castigo de Díos e incluso debíamos confesar un pecado grave que podía ser generacional.
Fue cuando empecé a leer la biblia y empecé a descubrir que el nuestro es un Dios de amor y que lo de nuestro hijo, lejos de ser un castigo, era una bendición», afirma la joven mujer que además de mamá, es cuidadora de pacientes certi-ficada por el Sena y hasta abogada, pues para lograr la atención de su hijo aprendió a presentar tutelas e instaurar desacatos en los estrados judiciales.
En ese buscar de la fe, la «bendita» pandemia, como la llaman, los levó a encontrarse con una prédica de la Iglesia Bíblica Cristiana, desde los Estados Unidos y empezaron a obtener respuestas.
«Primero llegué yo, luego mi esposo y desde cuando abrieron la iglesia en Cali vamos cada domingo a congregarnos y le damos gracias a Dios por conservarnos firmes en esta tarea de cuidar a nuestro hijo, el regalo de Dios para probarnos lo grande que es su gracia y misericordia para con nosotros», afirma.
El testimonio
«Más allá de querer hablar de nuestra fe, accedimos a esta entrevista con EL TABLOIDE para enviarle un mensaje a esos padres que como nosotros llevan sobre sus hombros una tarea como la nuestra y decirles que no están solos y que estas pruebas nos llevan a buscar alternativas y que no es un castigo sino una oportunidad para salir adelanta», dice Julián Her-nandez, quien labora como taxista en la Villa de Céspedes.
La expectativa de vida es quizás la pregunta más difícil de formular, pero para esta familia pareció la más normal del mundo.
«El médico genetista, Harry Mauricio Pa-chajoa, quien atiende a Juliancito desde que nació, ha sido muy claro con nosotros y es que puede en cualquier momento partir a la casa del Padre y para ello estamos preparados, pues estas patologías son degenerativas y pueden llegar a complicaciones como la epilepsia, lo que sería catastrófico» comenta Stephani, quien lleva trece años de matrimonio con Julián, pero con un amor que han cultivado desde sus épocas del colegio de Occidente en el barrio La Campiña.
Ese amor de los esposos por su hijo es el mismo que muestra Sara, quien a sus 10 años de edad ya se encarga del cuidado de su hermanito, a quien le suministra el tetero vía oral o cuando lo debe hacer a través gastrostomia, el cual adelanta sin temor.