Aunque a mi edad nada debe sorprendernos, el sábado pasado en la Fiesta del Libro de Medellín, cuando todavía estaba embelesado con la tesis sobre mi novela LOS MÍOS, del historiador Joan Manuel Largo, profesor de Eafit y experto en la evolución de la burguesía vallecaucana del siglo XX, acudí al Patio de las Azaleas del Jardín Botánico donde los escritores deberíamos firmar libros, cuando de repente se presentó a la mesa un esmirriado muchachón, cámara Cannon en mano, para que le firmara un ejemplar de Cóndores no entierran todos los días.
Cuando estaba terminando de firmarle a Kevyn, como se llama el chico, desató una tempestad de palabras de elogio a mis Cóndores y cuando yo creía que había terminado se abrió ante mis ojos los botones superiores de su camisa y nos mostró a los que me rodeaban que se había tatuado en su pecho un cóndor con las alas extendidas y dijo que lo había hecho en mi honor.
No atiné en el instante qué hacer y solo viendo las fotos que tomaron del momento puedo colegir que no solo me sorprendió, me asombró. Pensándolo después de regreso al hotel creo que comprendí hasta donde se puede despertar fanatismo con una obra literaria escrita hace 53 años y, en especial, que en vez de demostrarle al cinematografista y músico que resultó ser Kevin mi inconmensurable agradecimiento, me cubrí de la sequedad de la experiencia y hasta se me olvidó preguntarle el apellido.
Estoy cavilando desde entonces si algún compatriota llegó a tatuarse con el rostro de María de Jorge Isaacs o si algún latinoamericano lo hizo con la Rayuela de Cortázar. Presupongo que no, por lo que se me ha aumentado desde esa noche de la Fiesta del Libro una responsabilidad inmensa sobre lo que todavía puedo escribir y lo que generaría en lectores muy ajenos a mi edad o al momento histórico de mis narraciones, como lo dijo el profesor Largo mientras explicaba el valor de literatura profética que dizque tiene mi novela LOS MÍOS desde hace 44 años.