Vivimos rodeados de ruido, no precisamente de aquel que aturde los oídos, sino de aquel que ensordece al pensamiento. Es cierto que las pantallas nos cobijan ofreciéndonos respuestas inmediatas, risas e ilusión de conexión que se disuelve conforme deslizamos nuestro dedo por la pantalla.
Consumimos contenido como quien respira aire contaminado, es decir, sin darnos cuenta de que cada bocanada introduce tóxicos a nuestra mente, entumeciendo la curiosidad y marchitando poco a poco el pensamiento profundo. En la prisa por no aburrirnos, acabamos de perder sin darnos cuenta el valor de detenernos, el silencio nos da miedo y la pausa nos resulta incómoda, queriendo llenar cada instante con estímulos banales.
Nos dejamos poseer por la tecnología alimentándonos de lo fugaz, videos breves, frases prefabricadas y poco a poco incapacitamos nuestra mente, ¿podemos escuchar música sin distraernos o leer sin mirar la hora? Es urgente aprender a descontaminarnos, elegir lo que nutre, erige y exige nuestra atención y sensibilidad. Hay podcast que lo logran como Bibliotequeando, rescatando el arte de leer y reflexionar o Diana FM que nos permite conectar con historias, cultura y conocimiento.
Aunque, descontaminar la mente implica también limpiar nuestro hábitat emocional, podar relaciones (laborales, románticas, académicas, familiares o sociales) que agotan cerrando círculos que ya no enseñan y conservar solo a quienes nos impulsan a crecer; es necesario cuidar lo que consumimos, esto, es cuidar lo que somos o volver a lo que un día fuimos, esto incluye las voces, espacios y afectos que elegimos; no podemos aspirar a un futuro lúcido si seguimos alimentándonos de distracciones.
La mente necesita aire limpio, la vida necesita profundidad, atención y acción… y el alma, como todo jardín, florece solo cuando dejamos de llenarla de maleza y le dejamos crecer en total calma y armonía.









