No podemos, bajo ningún punto de vista, permitir el regreso a una situación similar a la vivida hace 30 años, cuando la sangre cubría calles y avenidas, y el país vivía bajo el terror de las bombas. Hombres y mujeres caían víctimas de una mente criminal, desordenada y casi invencible.
Años más tarde, cientos de policías y soldados se convirtieron en blanco de los ataques desenfrenados de los terroristas, embriagados por una ideología que pretendía cambiar el sistema político y económico que nos ha regido desde la época republicana.
Cuando se agotan los argumentos razonables, propios de los debates en una democracia representativa y participativa, se recurre a los insultos, improperios y acusaciones falsas e injuriosas.
Estas, a su vez, provocan respuestas cargadas de odio y rencor, y despiertan deseos de venganza, tanto personal como colectiva.
Hoy asistimos a una serie de provocaciones constantes entre el poder ejecutivo y el legislativo, que han profundizado la polarización existente. Esto, aunque no se desee, puede desembocar en violencia física, alimentada por una narrativa que divide entre “buenos” y “malos”.
Así, estamos enterrando el espíritu de nuestros antepasados, quienes nos enseñaron valores eternos para la convivencia, como el respeto por la vida, la honra y los bienes, principios consagrados en nuestra Constitución, hoy tan vilmente maltratada.
Parece que ya no se quiere obedecer ni hacer cumplir la Constitución ni la ley. Cada quien las interpreta según sus propios intereses, sobre todo si ostenta el poder del Estado o ejerce influencia sobre los gobernados.
Hemos llegado al límite de la intolerancia cuando eliminamos de un tajo al adversario, sea de palabra o de obra, como tristemente ocurre en nuestros días. Todo un país es forzado a vivir entre el temor y el miedo, mientras el ruido de las balas y las explosiones acaban con la vida de soldados e incluso de civiles inocentes, ante la pasividad —o sorpresa— de las autoridades, que llegan siempre demasiado tarde, cuando ya los bárbaros han cumplido su atroz cometido.
Es urgente pasar del insulto y la descalificación al debate sereno de ideas. Debemos aprender a escuchar a quienes piensan diferente, sin someterlos ni con odio ni con violencia, como en los tiempos más oscuros de nuestra historia, que tristemente parecen persistir. Un sentimiento de temor se apodera del alma colombiana cuando se la empuja hacia un enfrentamiento entre bandos aparentemente irreconciliables, y se fracasa en el anhelo de una paz duradera, esencial para el desarrollo económico y social del país.
Los hechos demuestran que no es posible dialogar con quienes persisten en el delito, que la inseguridad se extiende por todo el territorio, y que ante la cercanía de unas elecciones presidenciales cruciales, ya no hay confianza: la corrupción ha contaminado profundamente el aparato estatal.
Urge recuperar los valores perdidos, rescatar el poder de la palabra no para destruir, sino para construir nuevas condiciones de vida, trabajar incondicionalmente por el bienestar común, volver a creer en el Dios de nuestros antepasados, sembrar semillas de paz que nos conduzcan a la convivencia. Necesitamos nuevos liderazgos que busquen el bien común y no beneficios personales. La cultura de paz no es una opción, es una necesidad inaplazable.