Cada año, la noche de Halloween, también conocida como La Noche de los Niños, despierta un ambiente de celebración, disfraces y alegría, especialmente entre los jóvenes.
Sin embargo, también se ha convertido en motivo de preocupación para las autoridades y las familias debido a los desórdenes, accidentes y hechos violentos que suelen empañar lo que debería ser una jornada festiva. En los últimos años, ciudades como Tuluá y otras del centro del Valle del Cauca han sido escenario de caravanas de motociclistas que, amparadas bajo el pretexto de la diversión, terminan en excesos, vandalismo y tragedias.
Las medidas anunciadas por las autoridades locales, como la restricción al parrillero en motocicleta durante la noche de celebración, el toque de queda para menores de edad y la prohibición de venta de combustible en horarios nocturnos, han generado polémica.
Algunos ciudadanos las consideran exageradas o restrictivas de la libertad, mientras otros las defienden como necesarias para preservar el orden y la seguridad pública. Pero, más allá del debate, lo cierto es que estas disposiciones surgen de la amarga experiencia de años anteriores, en los que el caos, la imprudencia y la violencia se apoderaron de nuestras calles.
Las denominadas “caravanas” de motociclistas, que en teoría deberían ser manifestaciones de integración o recreación, se han desvirtuado. En muchos casos, terminan convertidas en desfiles descontrolados de velocidad, ruido y consumo de alcohol, donde algunos participantes desafían las normas de tránsito, ponen en riesgo sus vidas y las de los demás, y causan daños a la propiedad privada. Los registros de años anteriores son elocuentes: accidentes mortales, agresiones a transeúntes, ataques a viviendas y enfrentamientos con la fuerza pública.
Es lamentable que, ante este panorama, las autoridades se vean obligadas a restringir libertades para evitar tragedias. No se trata de limitar la recreación o la movilidad, sino de actuar preventivamente frente a un patrón de comportamiento que ha demostrado tener consecuencias fatales. La responsabilidad ciudadana no puede delegarse ni ignorarse; las normas no surgen del capricho, sino de la necesidad de proteger la vida.
Educar en responsabilidad, enseñar el valor del respeto a las normas y fomentar la empatía hacia los demás debe ser un compromiso conjunto entre padres, escuelas y comunidad. La libertad sin responsabilidad se convierte en desorden, y el desorden, en tragedia.
A los municipios les corresponde, por supuesto, hacer cumplir las normas y garantizar el orden. Las restricciones deben ir acompañadas de controles efectivos y campañas pedagógicas que expliquen el porqué de las medidas. No basta con prohibir; hay que educar, concienciar y actuar con firmeza frente a quienes, año tras año, ponen en riesgo la tranquilidad colectiva.
La noche de Halloween puede ser, y debe ser, una oportunidad para la convivencia y la diversión sana. Pero eso exige madurez como sociedad. Es necesario entender que el respeto a la vida y a los derechos de los demás está por encima de cualquier celebración.
Las medidas adoptadas por las autoridades no son un castigo, sino un llamado urgente a la sensatez. Si queremos recuperar las calles para la alegría y no para el miedo, debemos asumir el compromiso colectivo de actuar con responsabilidad. Que La Noche de los Niños no sea sinónimo de caos, sino de civismo. Que la fiesta sea un espacio para celebrar, no para lamentar. Porque en una sociedad que valora la vida, las restricciones no sobran; lo que falta, muchas veces, es conciencia.










