Las estadísticas presentadas por el DANE sobre el desempleo generan incredulidad entre los colombianos, especialmente cuando en el centro del Valle del Cauca no se vislumbra ningún proyecto de gran importancia que sustente tales cifras. Más parece un intento de mantener una imagen positiva ante el Jefe de Estado que un reflejo fiel de la realidad.
Sustentamos esta apreciación en varios hechos: los más recientes estudios evidencian la apatía de buena parte de la juventud hacia el trabajo formal. Muchos rechazan empleos de 48 horas semanales con salarios que no garantizan una vida digna, ni mucho menos una pensión futura.
A ello se suma la presión de un mundo globalizado que empuja a vivir el instante, a buscar placer momentáneo y, en no pocos casos, a caer en la trampa del dinero rápido y sin esfuerzo.
Al mismo tiempo, persiste un sector de la población que se ha acostumbrado a vivir de las ayudas del Estado o de familiares que las reciben. Se conforman con satisfacer mínimamente sus necesidades, mientras rehúyen trabajos considerados “muy duros”, refugiándose en la comodidad de la banca de un parque o en la rutina de un billar.
Las cifras del DANE, en consecuencia, evocan a los antiguos informes que presentaban los subalternos de los monarcas medievales: debían ser siempre positivos, pues de lo contrario les esperaba la guillotina. En nuestro caso, la sanción no es física, pero sí laboral: la pérdida del empleo. Que lo digan los cientos de funcionarios de alto nivel, empezando por ministros, obligados a abandonar un proyecto de gobierno megalómano y utópico, sin asidero en la realidad nacional.
Es paradójico que, según el DANE, la industria, la construcción y el transporte figuren como los sectores que más empleo generan, siendo al mismo tiempo los más golpeados por las críticas del gobierno central y por la carga impositiva. Lo mismo ocurre con el transporte, cuyos gremios no cesan de protestar sin encontrar soluciones claras, recurriendo a bloqueos de vías que se han convertido en un problema crónico.
Los expertos han insistido en que la informalidad laboral es uno de los males estructurales de la economía nacional: trabajadores sin seguridad social, que no pagan impuestos y que invaden el espacio público, poniendo en riesgo a los transeúntes.
Un informe de Confecámaras reveló esta semana que, de cada diez empresas que se crean, siete cierran antes de cumplir cinco años. El dato refleja un problema grave y persistente que no encuentra respuesta, mientras el gobierno insiste en repetir que la industria no es la base de la prosperidad y en promover al Estado como motor del desarrollo, a pesar de que la realidad demuestra lo contrario.
Finalmente, preocupa un modelo educativo que, desde la niñez, pone el énfasis en el emprendimiento como meta principal. Se infunde así una obsesión por el dinero inmediato y la independencia económica, debilitando aún más la visión de la industria como generadora de empleo. El resultado apunta a un esquema más cercano al de un sistema socialista, autoritario y centralista, que al de una democracia moderna y productiva.