La reforma agraria ha sido una especie de “pelota caliente” durante los últimos gobiernos, y el actual no escapa a los grandes y difíciles problemas que enfrenta, especialmente cuando se trata de una promesa de campaña presidencial incumplida y que corre el riesgo de no concretarse por el escaso respaldo del Congreso de la República y el poco tiempo que le queda al gobierno.
El meollo del asunto radica en que se trata de otra improvisación, al pretender avanzar a la carrera, sin estudios claros, sin transparencia en los procedimientos y con evidente desconocimiento del territorio donde se busca implementarla.
Así ha quedado en evidencia al decretarse la adjudicación de predios presuntamente baldíos a comunidades campesinas, negras e indígenas, sin un estudio previo que determine si se trata de tierras de reserva natural, zonas altamente productivas o áreas clave para la conservación ambiental.
Eso es precisamente lo que está ocurriendo en el Valle del Cauca, departamento que hoy paga los “platos rotos” de esa improvisación. Agotados los terrenos de reparto en el Cauca, la Agencia Nacional de Tierras (ANT) ha comenzado a adjudicar, a dedo, predios incautados al narcotráfico y bajo administración de la Sociedad de Activos Especiales (SAE). El resultado ha sido una serie de protestas y enfrentamientos en la región, especialmente en el centro del Valle, entre grupos étnicos que desde hace años habitan estas zonas de media y alta montaña, donde han echado raíces y consolidado sus costumbres, y los recién llegados del Cauca, en una tensión que amenaza con convertirse en un conflicto social de grandes proporciones.
Más grave aún es que la Agencia Nacional de Tierras no ha tenido en cuenta la opinión de los alcaldes ni de la gobernadora del Valle, quienes parecen tener las manos atadas ante una norma nacional ya demandada judicialmente.
Los habitantes de la zona de media y alta montaña de municipios cercanos a Tuluá están profundamente preocupados por las consecuencias de esta nueva improvisación oficial, que parece querer “graduar” a toda prisa, en pocos meses, lo que no se logró en tres años, generando más tensiones sociales que las ya existentes.
No se trata solo de adjudicar tierras a diestra y siniestra. Una verdadera reforma agraria integral debe adelantarse con transparencia, planificación y justicia, sin atropellar la propiedad privada ni perjudicar a quienes trabajan de manera honesta y responsable la tierra, cumpliendo con la función social que ordena la Constitución Nacional.
Nadie duda de que el verdadero cambio pasa por una reforma agraria estructural, transparente y participativa, debatida abiertamente en el Congreso de la República y no reducida a un simple “contentillo” para cumplir con promesas de campaña.
El problema de la tierra no se soluciona quitándosela a quienes producen los alimentos que sustentan al país, ni generando nuevos conflictos sobre los ya existentes. De persistir esta improvisación, el gobierno no solo incumplirá su promesa, sino que estará sembrando el terreno para otro conflicto social de consecuencias imprevisibles











