Vivimos mirando sombras. Como en la antigua caverna de Platón, estamos encadenados, no por grilletes de hierro, sino por pantallas que titilan en la palma de nuestras manos. Nos creemos libres, informados, despiertos. Pero somos esclavos del reflejo.
Vemos pasar las noticias como siluetas distorsionadas, sin molestarnos en girar el cuello para mirar la luz real. En el mundo de las ideas, la verdad solía ser una meta, hoy es un algoritmo. La información se fabrica más rápido de lo que se razona, y la viralidad vale más que la veracidad. No importa si lo que se comparte es real, basta con que sea impactante, escandaloso, emocional, lo demás se hunde en el olvido de un scroll infinito.
La inteligencia artificial ha sumado otro nivel de sombras a nuestra caverna: rostros que no existen, discursos que nadie pronunció, imágenes que parecen verdad porque nuestro ojo quiere creerlas. Y en lugar de despertar, dormimos más profundo. Nos parece demasiado trabajo investigar, cuestionar, filtrar. ¿Para qué buscar la salida si las sombras son cómodas, entretenidas, hasta adictivas? Los noticieros, antaño guardianes de la realidad, también están cayendo. Replican lo que ven sin verificar, comparten lo que arde sin preguntar quién lo encendió.
A veces, ni los propios periodistas saben si lo que muestran fue creado por un humano o por una máquina; en este caos de apariencias, la verdad se vuelve un lujo para quien aún tenga sed.
Y sin embargo, no nos levantamos. Nos indignamos en redes, compartimos nuestra furia en historias de 15 segundos, lloramos con lo que no entendemos y reímos con lo que nos debilita. El problema no es solo que creamos todo lo que vemos, es que no hacemos nada con lo que creemos, La caverna ya no es una metáfora lejana, Es nuestro día a día. Y aunque la salida esté ahí, abierta como una herida luminosa, nadie quiere mirar. Salir implica esfuerzo, silencio, contradicción.