Una rotunda prueba de la hipocresía y la perversidad humanas puede ser apreciada en los velorios y exequias de ciertos seres que podemos llamar: justos. Un ser justo es según el Nuevo Testamento, un individuo ético que promueve la no violencia y vive con integridad, virtud y respeto por todos.
Por eso podemos afirmar terminantemente que el papa Francisco fue un hombre justo. Y, por lo mismo enoja que personajes como Donald Trump, Úrsula von der Leyen, la señora Meloni y el lamentable descerebrado Javier Milei, quien se refirió al Papa Francisco como “usurpador de la casa de Dios”, “siervo de Satanás” y otras lindezas, aparezcan hoy llorando o entristecidos frente a las cámaras del mundo.
Las mismas cámaras que mostraron toda la pompa y buhonería de las honras fúnebres, y que no registraron ningún rostro sinceramente compungido dentro de los cientos de togados que llegaron para hacer parte del ritual luctuoso y del posterior cónclave para elegir el nuevo Pontífice de Roma.
O ya estaban más preocupados por el tejemaneje electoral, o en verdad sintieron un fresquito al poder descansar de un obispo que pregonaba el servicio de la iglesia a los excluidos, los migrantes, los desplazados, los nadies, y, que además se pronunciaba en contra de la guerra y en especial en contra de hechos tan crueles como el genocidio del pueblo palestino.
En verdad, el poder clerical de la iglesia tratará de recomponer la tradición de alianzas con los poderosos que siempre ha distinguido a la jerarquía vaticana y para la que el Papa Francisco se había convertido en la piedra en el zapato. Por eso estaban allí los buitres, listo de nuevo a repartirse la torta.
Por ello la verdadera conmoción del funeral la protagonizó la monja francesa Genevive Jeanningros que a sus 82 años y con una mochila verde a la espalda, lloró y oró ante el féretro del Pontífice, mientras a su lado pasaban impávidos los cardenales.