En un debate televisivo se habló de la costumbre de madrugar que impera en nuestro país. En efecto, en las urbes, los asalariados se ponen activos antes de que asome el sol para cumplir con su trabajo.
En los colegios sucede algo parecido. Producto de la crianza de mis hijos, puedo decir que algunos chicos se duermen en el trayecto hacia la escuela, debido a que deben levantarse muy temprano para cumplir con su deber. Por supuesto, en ciudades grandes madrugarán aún más, debido a las distancias que tienen que recorrer. Así las cosas, me atrevería a afirmar que su producción académica no es la ideal, dado que ellos deben dormir, incluyendo su siesta, entre 9 y 12 horas, cuando se encuentran en sus fases iniciales de sus estudios.
Se podría decir que deberían acostarse más temprano para evitar el problema referido, pero las tareas que tienen que realizar no les permiten llevar a efecto este buen deseo. Un viejo slogan reza “en el comer y en el dormir está el buen vivir”, lema que no se cumple para el caso. En algunos países europeos a los chicos en sus primeros años de vida escolar no se les asigna trabajo para la casa, con el fin de que puedan compartir más tiempo con sus padres. Además, las clases, por lo general, inician a las 9:00 a.m. y en varias instituciones rige la jornada continua.
La idea es que no se trata de acumular horas, sino de programar modelos que apunten al desarrollo del pensamiento crítico, de la creatividad…, relegando a un segundo plano la mecanización de conocimientos ¿Por qué no pensar entonces en jornadas continuas para que después de éstas los niños puedan hacer en el colegio lo que les gusta, por ejemplo, practicar deporte, trabajar en la sala de computadores, en los laboratorios …, como ocurre en otros territorios? A buena hora se ha empezado a hablar de un jet lag social, tema que implica considerar la modificación de horarios laborales y escolares y repensar los conceptos de trabajo y de escolarización.