Ya ha hecho carrera la instrumentalización de la justicia para la persecución judicial de quien se considera contendor político, ante la falta de argumentos para enfrentarlo, y con insuficiencia de pruebas que den piso legal a los ataques judiciales. Se vio la década pasada con el expresidente brasilero Lula Da Silva, ahora en libertad. Por ahí pasaron también el de Paraguay, Fernando Lugo, y el de Honduras, Manuel Zelaya. Acá en Colombia, se presenció cuando el procurador general de la nación que luego sería destituido por corrupto y más tarde premiado con la embajada ante la OEA, Alejandro Ordóñez, se atrevió a destituir al alcalde de la capital Gustavo Petro, quien hábilmente supo acudir al sistema interamericano para evitar el despropósito, que por supuesto fue tumbado posteriormente por el Consejo de Estado cuando anuló tal destitución, así como se anularon las destituciones disciplinarias de la ex senadora Piedad Córdoba y el ex alcalde de Medellín Alonso Salazar.
Hoy asistimos a una guerra jurídica, o lawfare, del gobierno contra la oposición parlamentaria encabezada por quien podría removerlos popularmente del poder.
Petro y su escudero Gustavo Bolívar, junto a Iván Cepeda, incluso Roy Barreras, vienen siendo víctimas de los montajes más burdos; y ya han empezado contra líderes sociales regionales, algunos firmantes de la paz, como Harold Ordóñez que ha desarrollado su actividad política en el centro del Valle del Cauca, y hoy labora con la Gobernación departamental. Harold fue privado de su libertad por parte de la Fiscalía por supuestamente comandar las disidencias de las FARC en la montaña tulueña, cuando lo que ha hecho es apoyar a la Asociación de Trabajadores Campesinos del Valle (ASTRACAVA) en iniciativas populares como la justificada Zona de Reserva Campesina. Al ruedo salió la cabeza de la policía nacional a condenarlo pública y anticipadamente, cuando muchos sabíamos que se trataba de un falso positivo judicial más, tal como lo demostró la defensa que desmontó uno a uno los cargos fabricados por el ente acusador, lo cual no podía terminar en otra cosa distinta a la liberación del indiciado ordenada por el juez competente, decisión que ni siquiera fue apelada por el fiscal del caso, lo que permite inferir una futura preclusión del caso a menos que la Fiscalía acuse y quiera hacer un ridículo en el juicio posterior. Paz y libertad van juntas.