Mujica, referente global de la izquierda latinoamericana y admirado por su estilo de vida austero, libró en los últimos años una dura batalla contra un cáncer de esófago que derivó en metástasis hepática. En enero de este año, cuando su estado de salud comenzó a deteriorarse rápidamente, el propio Mujica declaró: “Hasta acá llegué”.
Exguerrillero del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, Mujica pasó casi 15 años en prisión durante la dictadura militar, gran parte de ese tiempo en condiciones inhumanas. Su experiencia en el encierro marcó profundamente su visión de vida y política. Fue liberado en 1985 y años después se convirtió en una de las figuras más influyentes del Frente Amplio. Ocupó los cargos de diputado, senador, ministro de Ganadería, y fue presidente de la República entre 2010 y 2015, cargo desde el que promovió reformas sociales de alto impacto como la legalización del matrimonio igualitario, el aborto y la regulación del cannabis.
Su estilo descomplicado —llegaba al Senado en moto y nunca abandonó su viejo Volkswagen Escarabajo— y su discurso centrado en valores humanos y no materiales, lo convirtieron en un ícono global. En vida fue llamado “el presidente más pobre del mundo”, aunque él solía responder: “Pobres son los que precisan mucho”.
En sus últimos días, Mujica dejó claras sus reflexiones sobre el legado y la muerte. “Moriré feliz. Gasté soñando, peleando, luchando”, dijo en una de sus últimas entrevistas. Según sus propias palabras, pidió descansar “debajo de la secuoya grandota” donde en 2018 enterró a su perra Manuela.
Con su partida, el continente pierde a uno de sus líderes más auténticos y entrañables, un hombre que, sin buscar la grandeza, se convirtió en una figura monumental de la política latinoamericana contemporánea.