El próximo 26 de octubre se realizarán en Colombia las consultas internas de varios partidos políticos, entre ellos el Pacto Histórico, el Partido Conservador, el Partido de La U y el Partido Verde. Estos ejercicios, que buscan definir candidatos a la presidenta, costarán cerca de 200 mil millones de pesos, recursos que salen del bolsillo de todos los colombianos y obligan a la Registraduría Nacional a desplegar toda su maquinaria logística como si se tratara de unas elecciones presidenciales o legislativas.
Aunque estas consultas están amparadas por la Constitución y forman parte de los mecanismos de la democracia participativa, muchos ciudadanos las miran con escepticismo. No son pocos los que las consideran una forma de campaña política anticipada, disfrazada de democracia interna, y un gasto desproporcionado en un país con graves problemas económicos, sociales y de seguridad.
En el caso del Polo Democrático, las tensiones internas entre los tres aspirantes (Iván Cepeda, Carolina Corcho y Daniel Quintero) reflejan el ambiente incierto de una coalición que busca mantener el poder, pero que enfrenta divisiones profundas y desconfianzas mutuas. En tanto, en los demás partidos tradicionales, las consultas parecen más un intento de mostrar vigencia política que una verdadera renovación de liderazgos.
El debate de fondo no es quién compite, sino cuánto le cuesta al país mantener estructuras políticas que parecen más preocupadas por sus intereses que por las prioridades nacionales. Mientras el presidente Gustavo Petro continúa en un discurso abiertamente político, incluso desde escenarios oficiales, los colombianos siguen esperando soluciones frente a la inseguridad, la inflación y el desempleo.
Estas consultas podrían realizarse de manera más austera y moderna, utilizando medios digitales, reduciendo mesas o concentrando esfuerzos donde realmente haya participación. Pero poco parece importarles a los dirigentes, más atentos a sus cálculos electorales que a la responsabilidad fiscal.
Y mientras tanto, el país observa cómo se invierte una millonada en procesos que convocan a muy pocos votantes, lo que pone en entredicho la efectividad de estos mecanismos. El riesgo es que la ciudadanía termine asociando la democracia no con participación, sino con despilfarro.
El llamado, entonces, es a la responsabilidad política y a la coherencia institucional. Si se habla de austeridad y de cuidar los recursos públicos, también debe hacerse desde el ejemplo. No es justo que, mientras millones de colombianos enfrentan dificultades diarias, la política siga siendo un lujo que todos pagamos… y del que pocos participan.
Al final, más que consultas, esto parece un simulacro de democracia que entretiene a los partidos mientras el país arde en problemas reales. Una especie de reality político donde los protagonistas compiten por votos que casi nadie emitirá, pero que todos terminamos pagando. Y así, entre urnas vacías y discursos reciclados, seguimos aprendiendo que en Colombia el único que no está en consulta… es el sentido común.