A mis 79 años, como periodista que ha dedicado su vida a contar historias y transmitir información, he llegado a una conclusión que quiero compartir: el motor de nuestra vida, lo que realmente nos mueve, son las emociones.
Desde que nacemos, nos impulsan pensamientos, sentimientos e impulsos que guían nuestras acciones, nuestros aprendizajes y nuestra interacción con el mundo. Y si bien esas emociones son esenciales para crecer y desarrollarnos como personas, la clave está en aprender a controlarlas, especialmente en profesiones como la nuestra.
Mi objetivo en este artículo es resaltar la importancia de la afectividad en nuestras vidas, y cómo, independientemente de nuestra edad, las emociones constituyen la base de nuestra personalidad. En mi trabajo, que no solo ha sido escribir, sino también enseñar, ayudar, colaborar, prevenir y aprender, he aprendido que las emociones no solo nos afectan a nivel personal, sino que son fundamentales al interactuar con los demás.
Como periodistas, trabajamos con las emociones propias y ajenas, ya sea al narrar una tragedia, al entrevistar a una víctima, o incluso al informar sobre temas que nos tocan el corazón.
Y aunque la teoría puede darnos herramientas, es la práctica diaria, la experiencia y la madurez lo que realmente nos permite entender y manejar nuestras emociones en el ejercicio profesional.
Lo he comprobado una y otra vez: nuestras emociones dirigen nuestros pensamientos y nuestras conductas. Son las que nos permiten empatizar con los demás, o, por el contrario, hacer de un hecho una tragedia sin comprensión alguna. Las emociones pueden ser positivas, como la alegría y la esperanza, pero también negativas, como la ira o la tristeza. Y todas son necesarias para crecer como seres humanos y profesionales.
Como periodistas, nuestras emociones nos ayudan a conectar con nuestra audiencia y transmitir los mensajes de forma más efectiva. Pero también debemos ser conscientes de cómo gestionarlas para que no interfieran en nuestro trabajo. Al igual que cualquier otra persona, nosotros, los periodistas, debemos conocer nuestras virtudes y defectos. Saber cómo manejamos el estrés, cómo reaccionamos ante una noticia que nos conmueve, o cómo tomamos una crítica. Todo esto afecta no solo nuestra labor, sino también nuestra capacidad para mejorar.
A lo largo de los años, he aprendido que nunca lo sabemos todo. La autocrítica, el respeto por los demás y la humildad son valores que nos permiten crecer y seguir aprendiendo.
En la práctica del periodismo, estos valores no solo nos ayudan a mejorar, sino que también favorecen una relación más honesta con la sociedad. Lo que me gustaría transmitir, especialmente a las nuevas generaciones de periodistas, es que las emociones son fundamentales en nuestra vida profesional. Si entendemos y manejamos nuestras emociones con inteligencia, no solo mejoraremos como periodistas, sino también como personas y así podremos ofrecer un periodismo más consciente, más empático y más responsable.
En conclusión, a lo largo de mi carrera y mi vida, he aprendido que la clave del éxito, tanto en lo personal como en lo profesional, radica en cómo nos relacionamos con nuestras emociones. Si las entendemos y las gestionamos adecuadamente, podemos ser mejores en todo lo que hacemos.
Y como periodistas, esa capacidad de conectar emocionalmente con nuestra audiencia, de hacer que las historias cobren vida a través de nuestras palabras, es lo que realmente puede marcar la diferencia. La emoción es el motor que nos impulsa a seguir adelante, a seguir contando historias, a seguir aprendiendo. Y eso, a mis 79 años, lo valoro más que nunca.