Hace unos días tuve la oportunidad de prestar un servicio social y apoyo espiritual en un centro penitenciario de la región y recordé que tiempo atrás mi familia tuvo que afrontar un doloroso episodio relacionado con ese lugar, por las circunstancias que hayan sido, recuerdo el estigma social que sentí al respecto siendo tan solo una niña. Seguramente así se sienten los familiares de las personas detenidas y ni hablar de lo que sienten los que están privados de la libertad.
Como si hubiese copiado la parte de la canción de Fruko y sus Tesos que canta “Condenado para siempre, en esta horrible celda, donde no llega el cariño, ni la voz de nadie”, mi nuevo conocido me dijo que hace dos años y medio estaba allí y nunca lo habían ido a visitar y con lágrimas en los ojos agradeció mi presencia en el lugar.
Tuve una mezcla de tristeza y alegría porque estaba siendo un instrumento de Dios para acompañarle en ese momento de alegría y tristeza también para él.
Conversando con él, reflexionamos en que no solo quienes están en la cárcel sufren, afuera somos presos de la sociedad de consumo, del que dirán, de nuestros miedos, de una colectividad que cada día enfrenta situaciones terribles de convivencia y de falta de oportunidades que expanden las diferencias sociales. “Según el DANE a través de la Encuesta de Convivencia y Seguridad Ciudadana (ECSC), los delitos más comunes en Colombia son el hurto, la extorsión y los delitos cibernéticos”.
El regalo más preciado es la libertad que le piden al universo y a la virgen de las Mercedes patrona de los cautivos y de las cárceles para los católicos, porque como dijo el poeta español Marcos Ana, preso político del régimen franquista en 1939, cansa estar en un patio donde giran los hombres sin espacio. Y desde la prisión me dijo: “valore su libertad, acá estoy por mala cabeza”. Le di un mensaje de fe y esperanza, porque seguramente eso es lo que más necesitan en ese lugar.









