A pocas horas o días, de que el gobierno de Estados Unidos, en cabeza del presidente Donald Trump, certifique o no a Colombia en la lucha contra las drogas, es bueno hacer algunas consideraciones más allá de sesgos ideológicos.
La primera, es que ninguna nación ha sufrido como la nuestra el flagelo del narcotráfico, las muertes y los horrores de la violencia que ha generado y sigue generando ese comercio ilícito de alcaloides no tiene punto de comparación.
El número de víctimas es infinito y en ese universo no solo hay nombres rimbombantes de líderes políticos, también hay miles de personas del común, campesinos, soldados y policías, líderes sociales, que perdieron sus vidas por enfrentarse u oponerse a ese monstruo transnacional denominado narcotráfico.
Pareciera que desde el gigante norteamericano se viera la lucha contra las drogas con una óptica sesgada ideológicamente, llena de sus propios intereses, con un concepto que les ha servido de excusa histórica para tomar decisiones arbitrarias y unilaterales, el riesgo de la famosa ‘seguridad nacional’.
Es como si en nuestra casa la emprendiéramos solamente contra quien comercializa bebidas embriagantes porque tenemos familiares alcoholizados. En ese caso la responsabilidad recae en la persona, en su entorno, no en la industria del alcohol o de esa clase de bebidas.
Con los narcóticos sucede lo contrario, la culpa del gran consumo en USA es solamente de los países que producen cocaína o donde los cultivos proliferan, sin que aquellos se arriesguen política y económicamente, con todas sus implicaciones, a una lucha frontal contra el consumo y contra quienes comercializan o expenden de manera ilícita en ese vasto mercado.
Por ello, el tema de la certificación, si no se da, es por sesgos meramente políticos, desconociendo la lucha en solitario de una nación que, con sus errores, muchísimos, por cierto, ha puesto miles de muertos en procura de reducir un negocio que deja enormes dividendos a ambos lados del hemisferio.