Fui negado para aprender otro idioma. No se entonces cuántas horas preciosas de mi infancia y adolescencia, y en especial de mi vida universitaria, me gasté tratando de hacer lo imposible o aprendiéndome de memoria para pasar los exámenes.
Si las hubiese utilizado para leer más y más, el provecho habría sido mayúsculo.
Desde aquél remoto cuarto de primaria, cuando a mi padre le pareció que yo aprendiera el inglés que en el colegio no era materia hasta segundo bachillerato, fui el pereque para todos aquellos que en el escaso mundo tulueño de la década del 50 podrían darme clases particulares.
No hubo forma de que soltara la lengua. Recuerdo la cara de don Oscar de la Cruz o de los esposos Samuel y Cuny Arias, cuando se convencían que yo era una tapia en el aprendizaje de la lengua de Shakespeare.
Y ni que decir de los trabajos que pasé para superar los exámenes de francés, griego y latín, que obligaban en mis estudios de Letras en la Univalle.
Por eso, tal vez, ahora que veo las ofertas de Alkosto de celulares de casi 10 millones de pesos que hacen traducción múltiple y leo que la fatídica o redentora IA (inteligencia ajena, como la llama Harari en su último libro)va a permitir que el multilingüismo sea general, pienso en los trabajos que pasaron varios de los traductores de mis novelas cuando insistían que les explicara muchas de las palabras tan colombianas, tan vallunas o tan tulueñas para encontrar la traducción apropiada.
Pienso en tres de ellos, en el doctor Tittler, en Ecaterina Popescu Sova o en Enrico Cicogna, cuando coronaban en limpio el maremágnum de mis dichos y diretes o en los desconocidos traductores que me llevaron al chino, al rumano o al alemán.
Su oficio, invaluable entonces, está siendo reemplazado a velocidades vertiginosas, por los computadores traductores inmediatos, que dizque lo hacen mejor que los seres humanos. ¿Cuánto será lo que nos faltará por ver reemplazado en el inmediato futuro?