El reloj marcaba las 5:20 de la tarde, justo en ese momento llegué de forma apresurada al borde del lecho donde la “vieja” Laura estaba emprendiendo su viaje hacia la eternidad. Fue un instante donde la película de mi vida se rebobinó en cuestión de segundos.
Recordé las tardes en el patio soleado en el barrio Farfán, donde rodeada de mis hermanas picaba minuciosamente los plátanos con los cuales prepararía los friíjoles que sagradamente se comían pasadas las 5 de la tarde en la vieja mesa de madera.
Recordé la noche que saliendo del barrio Bolívar caminó conmigo hasta el Gimnasio del Pacífico para reclamar un premio que me había ganado en un concurso de trovas y nuestro retorno fue a pie, nuevamente, casi a la medianoche y ella disimuló el cansancio portando orgullosa un diccionario gigantesco que fue el premio otorgado.
También recordé su mano recia cuando de corregirme se trataba, pues como ella misma decía un juetazo no se le niega a nadie. Fue inevitable revivir los muchos días en que la vi llorar por tantas situaciones adversas que debió afrontar.
En esa fracción de segundos la vi caminar de nuevo entre los surcos de algodón llevando sobre su espalda una pesada lona que la superaba en tamaño y ceñida a su frente por un cargador tejido por ella misma en cabuya. En ese momento frente a la muerte comprendí una vez más lo frágil que es la vida y como se las ingenia para recogernos cuando el momento llega.
Laura Felicitas Concepción Quintero Andrade, el nombre que le leyeron en la pila bautismal, partió de este mundo en silencio como fue su vida entera.
Simplemente sus ojos se cerraron con la serenidad de siempre. Hoy ya no está y tendré que acostumbrarme a que mis visitas dominicales ya no tendrán la taza de café, preparada por sus manos, acompañada con un trozo de queso, privilegio que solo me daba a mí por ser el hombre de la casa o quizá porque aún con canas en mi pelo seguía siendo para ella el niño al que recostado en sus piernas sobaba la cabeza como diciéndome: “Tranquilo mijo, todo va a estar bien”.