Cuando Juan Manuel Santos anunció su candidatura para ser reelegido presidente de Colombia no dudé un instante en respaldarlo, pues en ese momento su propuesta de gobierno giraba en torno al proceso de paz con la guerrilla de las FARC, el que finalmente se firmó en La Habana y desde ese momento vivió el país un clima de tranquilidad en todas las regiones mostrando una reducción casi a cero de acciones en contra la fuerza pública y la población civil.
Por esa razón me causó sorpresa leer un boletín de la Registraduría Nacional del Estado Civil en el que daba cuenta de la aceptación de un comité que busca promover el referendo a través del cual se pretende dejar sin piso legal el acuerdo de paz firmado entre el Gobierno Nacional y la guerrilla más antigua del mundo.
Soy de los que creo con firmeza en la tesis de que siempre será más fácil construir sobre lo construido y por esa sola razón me parece un exabrupto que se piense en destruir un proceso de paz, que si bien es cierto está lleno de imperfecciones sigue siendo la ruta para explorar y lograr que, en un tiempo no muy lejano, esta patria que hoy al igual que ayer se desangra por las cuatro esquinas, encuentre la paz estable y duradera que tanto hemos soñado.
Respetando la postura y la opinión de quienes promueven el referendo en contra del Acuerdo de Paz suscrito en la isla caribeña considero que se trata una actitud egoísta y ceñida al interés de hacerle daño o afectar aún más la ya decadente imagen del presidente Petro y ratificando la capacidad que tenemos de anteponer nuestros propios intereses a los de la patria misma.
El “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera entre el Estado colombiano y las FARC-EP”, no lo firmó el presidente Santos como persona natural si no el Estado colombiano en todas formas y por tanto ser ajustado, corregido e implementado es una obligación. Seria un retroceso terminarlo de un plumazo.