Si hay algo que está profundamente arraigado en la identidad del pueblo colombiano, es su alegría innata, expresada a través de la música, el baile y la celebración de cualquier fiesta que surja. Esta alegría se refleja especialmente en el núcleo familiar, que no escapa a esta realidad que ha marcado nuestra historia desde tiempos remotos, cuando el hacha y el machete abrieron camino en los montes y collados para asentar los primeros pobladores sobre esta tierra y hacerla suya.
Eliminar estas manifestaciones de alegría mediante un decreto no será suficiente, nunca lo será. Lo vemos todos los días en nuestro entorno: en cada esquina de cualquier barrio, un amplificador se encarga de que todo el vecindario escuche la música de un vecino que decidió celebrar cualquier acontecimiento, incluso la velación de un difunto se convierte en una fiesta sonora con las melodías que en vida fueron sus favoritas.
Basta con conocer la idiosincrasia de lugares como el puerto de Buenaventura, donde el ruido es el denominador común, y donde no falta un equipo de sonido en ningún hogar, por humilde que este parezca a primera vista. Lo mismo ocurre en la Costa Atlántica, donde la fiesta y el espíritu alegre de los carnavales se mantienen vivos durante todo el año, aguardando con ansias su celebración.
Reducir la contaminación acústica con el pretexto de mejorar la calidad de vida es, en muchos sentidos, luchar contra el viento. Es un saludo a la bandera que no tendrá efectos significativos, por más que el decreto aprobado por la Presidencia de la República anuncie multas y sanciones. Se está tratando de erradicar algo que está profundamente arraigado en el corazón de todos los colombianos.
¿Será posible disminuir la estruendosa algarabía de miles de seguidores de Shakira en un concierto, solo para poner un ejemplo? ¿De qué sirve sancionar a un vecino que pone su equipo de sonido a todo volumen en una esquina de su casa, cuando en apenas dos horas un solo concierto incrementa la contaminación acústica de manera exponencial?
El decreto mencionado podría servir para atender las quejas de vecinos en barrios de estrato alto, donde cualquier ruido estridente resulta una molestia, por mínima que sea. Estos habitantes, que han elegido vivir en zonas apartadas y tranquilas, buscan alejarse del bullicio de la ciudad y disfrutar de su serenidad. Sin embargo, este tipo de medidas parecen estar pensadas más para ellos que para el resto de la población colombiana, cuya relación con el ruido forma parte de su esencia.
Las herramientas que se han otorgado a las autoridades de Policía para controlar problemas como la ocupación del espacio público, el maltrato animal o la higiene en las calles, siguen siendo ineficaces. Lo mismo ocurre con los intentos de regular la contaminación acústica. Como decían nuestros abuelos, esto no es más que “patadas de ahogado”. Por mucho que se publicite el decreto, es probable que se quede en un simple documento, sin generar ningún cambio real, y que termine siendo olvidado en las ciudades y campos del país.