El dolor de una pérdida es indescriptible y no llegamos a imaginarlo hasta que el sentimiento inunda y recorre nuestra piel sin detenerse. El dolor de una pérdida es el silencio rebosado por lágrimas imparables, momentos que nos parecen eternos pasan en pocos días.
Lo repentino del duelo es lo que lo hace parecer invencible, pero el acompañamiento y los abrazos cargados de comprensión lo hacen más soportable.
Es diferente para todos, el pensar en quién hemos perdido, por tal razón estrechar el corazón más que el cuerpo es importante, ofrecer calidez, fe y consuelo, pero también recibirlo, aunque nos parezca vano.
Vemos esos días lejanos e incluso imposibles y en medio del triste momento creemos sin dudar que es el final, sin embargo, basta una mirada hacia arriba para recordar que en un pedacito de cielo tenemos infinito amor, pues existe un gran vacío que poco a poco se llena con miles de recuerdos perpetuos e irreemplazables.
Entre anécdotas vive imborrable, pues la memoria es la bóveda perfecta para conservar tanto cariño y la familia unida es el instrumento más hermoso para reparar aquellas grietas que la tristeza ha formado, para juntos recordar la fortuna de haber compartido y reído por tanto tiempo.
Las historias inmortalizan aquel sabio silencio, las sonrisas, los amigos, los abrazos, las fiestas y los momentos especiales.
Y aunque tal vez la fortaleza y alegría abandonen nuestra vida por un tiempo, siempre es posible sonreír al saber que no se trata de despedirse para siempre, sino de decir hasta luego y aguardar alejados del olvido hasta el día del reencuentro.