Hace 77 años un solitario bombardero norteamericano sobrevoló una pequeña población de la isla de Japón y lanzó al vacío la carga metálica Little Boy, que rompió de manera abrupta el silencio de aquella ciudad, y al tocar el suelo de Hiroshima, dio un giro abismal al destino de sus habitantes y de la humanidad entera. Luego de la detonación, la lluvia radioactiva -de la que bebió buena parte de la población-, bañó el aire aún caliente de la costa de Japón. La bomba atómica referida, que devastó la citada ciudad de Hiroshima y luego Nagasaki, demostró que la humanidad es frágil y que puede fenecer ante la ferocidad del constante avance de la tecnología. En el marco de este relato, cabe decir que el elocuente discurso “El cataclismo de Damocles”, pronunciado por nuestro Nobel García Márquez, profería que las armas atómicas no solo iban en contra de la inteligencia humana, sino también de la naturaleza misma, que tardó millones de años para hacer brotar una rosa, sin otro compromiso que el de ser hermosa. Con base en el antedicho evento, se concluyó que la radiación producida por el impacto de la bomba no era un problema exclusivo del Japón, sino del mundo entero, dado que su poder contaminador traspasaba las fronteras geográficas. Por ello, plantear alternativas de solución a esta clase de problemas, se convirtió en un asunto orbital. De manera que la humanidad empezó a contemplar soluciones globales, como la cruzada iniciada por las Naciones Unidas, encaminada a convertir el medio ambiente en sujeto de Derecho, preocupación que se mantiene desde aquel entonces. Por ello, se realizan periódicamente reuniones internacionales convocadas por la citada Corporación, con el propósito de que los países incluyan en sus respectivas agendas, medidas dirigidas a detener el cambio climático. Ante este escenario, tal vez sea tiempo de repasar los crudos testimonios plasmados en el libro “Hiroshima” de John Hersey, a propósito del posible uso de armas biológicas con ocasión del conflicto Ruso-ucraniano-. Así las cosas, urge frenar el potencial destructor, que desde las grandes potencias puede irrumpir en cualquier lugar del universo, con el agravante de que generalmente las almas inocentes, son las primeras que sucumben ante estos embates. Ante estos hechos, recae sobre cada individuo y sobre las sociedades del mundo, la responsabilidad de procurar nuevos sistemas de convivencia pacífica.