Aunque suele pretenderse que el historiador es un esclavo de sus fuentes y que un acervo documental plantearía nuevos problemas a la reflexión histórica, la realidad es exactamente a la inversa. Archivos enteros solo pueden ser explotados en el momento en que surgen los problemas y las construcciones teóricas – para no hablar de las técnicas – que permitan manejar la información que contienen. Existe, claro, la dificultad de que no todo problema que pueda plantearse teóricamente es susceptible de una comprobación documental. La conservación de testimonios sobre el pasado – aun el pasado más reciente ha obedecido siempre a un proceso selectivo un poco azaroso. Pero lo cierto es que la búsqueda de la historiografía tradicional, guiada por presunciones de “sentido común”, ha reducido todavía más el rango de la información de que pueden disponer los que se dedican a la reflexión teórica.
Así, mientras que la teoría abre caminos a la investigación, las investigaciones de un cierto tipo, parecen estrechar los límites de la teoría. En esencia, el mismo tipo de información ha servido para sustentar las tesis más contradictorias. Los exiguos datos que servían de fines completamente distintos – o son apenas aptos para crear una tesis ideológica- se maceran en la retorta de la teoría con la esperanza de exprimir de ellos algo que no pueden dar. De las biografías apologéticas de los próceres, por ejemplo, quiere reducirse al mismo tiempo conclusiones sobre la ideología dominante, sobre el sentido político de sus actuaciones y sobre los enfrentamientos de clase que cree adivinarse en algunas anécdotas.
Muy poco se ha hecho en el terreno de las investigaciones para sustituir la información fragmentaria y banal conque se cuenta y dar cuerpo a la sistematización de un material empírico adecuado a las reflexiones teóricas que debemos orientar su búsqueda.