Bogotá volvió a sangrar. Esta vez no por un pueblo enardecido, como en el 9 de abril del 48, sino por el plomo que atravesó la democracia e hirió de gravedad a un precandidato presidencial.
Miguel Uribe Turbay, hijo del conflicto, nieto del poder, sobreviviente del miedo, cayó herido en su propia ciudad, en plena campaña. Lo intentaron silenciar a tiros, como tantas veces ha hecho este país con sus voces disonantes. Pero esta vez fue un niño quien apretó el gatillo. Quince años. La edad en que debería estarse aprendiendo a vivir, no a matar.
Un menor que, por ley, será protegido por un sistema que, aunque bien intencionado, se ha convertido en el cómplice involuntario de la impunidad. El Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes se sostiene sobre la promesa de la rehabilitación, pero ante crímenes como este, su indulgencia se siente ofensiva. ¿Cuánta garantía necesita un asesino en formación para que el país pueda llamarlo víctima y no verdugo? Y, sin embargo, lo es.
Porque nadie nace dispuesto a matar por política. A ese menor lo reclutó el abandono, lo entrenó la pobreza y lo armó un país que no le tendió un futuro, sino presuntos enemigos. Su historia, aunque perversa, no nació en él, sino en nosotros.
La herida de Uribe Turbay no es solo personal: revive la memoria rota de su madre asesinada, de su abuelo atacado, del país que sigue disparando contra sus propias esperanzas. El intento de magnicidio no es una excepción: es una advertencia. Colombia está repitiendo su historia con espeluznante exactitud. Solo que esta vez, el fuego no vino del pueblo, sino de su infancia más rota. Porque cuando un niño dispara, lo que muere no es solo un hombre. Es la patria que, una vez más, se niega a sanar.