El mundo avanza hoy con mayor rapidez que hace 50 años, gracias a los modernos medios de transporte creados para la comodidad de las personas. Estos son cada vez más sofisticados, no solo para aumentar la velocidad, sino también para mejorar el rendimiento en el trabajo y en las tareas cotidianas. Vivimos en una era en la que la rapidez va de la mano con la eficiencia, y esta, a su vez, con la productividad.
Entre todos esos medios de movilidad, la motocicleta se destaca como el vehículo de mayor crecimiento en el mercado, gracias a su versatilidad, economía, facilidad de mantenimiento y rapidez, cualidades que la han convertido en herramienta indispensable para miles de trabajadores.
Sin embargo, el altísimo índice de accidentalidad que registran las estadísticas ha encendido las alarmas de las autoridades. Se han endurecido los requisitos para su manejo, aumentado las multas por violaciones a la normatividad, multiplicado los controles y construido numerosos reductores de velocidad. Pero nada parece suficiente. Cada día crece la cifra de víctimas.
Un solo ejemplo basta para ilustrarlo: en la ciudad de Cali, solo en el mes de junio murieron 20 personas en accidentes relacionados con motocicletas. Una cifra alarmante que desanima incluso a los gobiernos más comprometidos.
No se trata de satanizar la motocicleta. Su propósito no es causar la muerte, sino, por el contrario, facilitar la vida, el trabajo y la movilidad. Incluso, para muchos, conducir es una actividad que genera satisfacción personal.
Pero lamentablemente, el afán de “llegar primero” ha desviado su propósito original. La moto, pensada para acercar a las personas y ahorrar tiempo, se ha convertido también en una herramienta de muerte, utilizada incluso para el sicariato, dada su facilidad para evadir controles y huir rápidamente.
La única salida real y responsable frente a esta situación es la implementación de una pedagogía vial permanente, profunda e integral. Una educación que no baje la guardia, que forme a los ciudadanos desde el respeto por la vida, por las normas, por la convivencia. Una formación que promueva valores como la solidaridad, la fraternidad y el compromiso social.
Es urgente fortalecer el sentido de pertenencia por la ciudad, por el entorno donde vivimos, trabajamos y nos movilizamos. Educar para la vida, no para la muerte. Esto exige que las autoridades de tránsito replanteen sus estrategias y adopten nuevas formas de enseñanza.
La vigilancia debe dejar de percibirse como enemiga, y empezar a entenderse como una herramienta de acompañamiento ciudadano. El respeto por la vida debe ser el verdadero freno, no el miedo a las multas.
Hemos llegado a extremos indignantes, como la desobediencia ciega a toda autoridad vial. Esta actitud es el meollo del problema y debe ser abordada desde la raíz. Solo con una pedagogía transformadora y constante lograremos cambiar una conducta social que, hoy por hoy, sigue cobrando miles de vidas y llenando de dolor a muchas familias.