Cada día me convenzo más que la nuestra es una sociedad fallida y aunque desde mi fe trato de creer que en alguna parte del camino se logrará dar un giro, los hechos que se presentan en nuestro país y en el exterior lanzan señales contrarias a ese querer y soñar. Ya ni siquiera deportes como el fútbol escapan a esa realidad de hoy con una sociedad exasperada al máximo nivel.
Para citar un ejemplo debo contarles que esta semana observé con asombro como unos chiquillos, que no superan los 15 años y que vestían las camisetas de Ecuador y Argentina en el marco de un partido amistoso disputado en el estadio Capwell de Emelec, terminaron en medio de una batalla campal con puños, patadas voladoras insultos de los más gruesos calibres y con un chico ecuatoriano armado del banderín del córner persiguiendo a sus rivales para agredirlos.
Esa gresca monumental entre estos adolescentes es sin duda el efecto reflejo de lo que se observa en los estadios donde los mal llamados hinchas arman trifulcas y hasta acaban con la vida de otra persona por llevar una camiseta de un equipo diferente.
Tristemente esa agresividad no es exclusiva de los estadios, pues es la misma que se observa en las calles donde la gente se siente sin Dios y sin ley queriéndose llevar a todos por delante, irrespetando las señales de tránsito y enfrentándose a las autoridades para oponerse a la aplicación de la norma.
Lo más triste es ver cómo la gente aplaude a los generadores del caos y basta con mirar los foros de las redes sociales para ratificar que como sociedad vamos de “culos para el estanco”.
¿Pero qué hacer? es la pregunta que nos formulamos a diario y la respuesta es sencilla. Bastaría con recuperar el primer nicho de autoridad que es la casa donde nace y crece la semilla, pues mientras eso no pase, de nada servirá escuela o colegio, espacio donde la disciplina ya no es el bastión, pues las normas proteccionistas tienen fregados a los profesores.