Fe, es una palabra demasiado pequeña para todo lo que significa, independientemente de la religión que profeses, esta palabra se repite una y otra vez.
Hace poco tuve que introducirme en un mar desconocido, pues hace aproximadamente un mes salí de mi casa y apenas el sábado de la semana anterior pude regresar; durante al menos cuarenta días perdí el control, de mi cuerpo, de mis obligaciones y es como si todo se hubiera vuelto en mi contra.
Me miraba en el espejo, veía mi reflejo, una manilla con mi información médica en mi muñeca y no dejaba de repetir: Vení, pero ¿a qué hora? Durante todo este tiempo me di cuenta y tuve tiempo de reflexionar muchas cosas, una de ellas fue que no todos estamos en el mismo barco, pero todos estamos en el mismo mar, la diferencia es que en este mar algunos van en bote, en grandes barcos, con manguitos en sus brazos o nadando con todas sus fuerzas.
Todo tipo de patologías pasaban delante de mí a través de las personas, diferentes sufrimientos, dolores y cicatrices.
Pensando y comparando que lo que a mí me pasaba, no era precisamente la mayor tragedia en esa habitación, pero sí la mayor de mi vida y apuesto a que ese mismo pensamiento estaba impregnado en cada una de las personas que se estremecían en lágrimas, dolor o desesperación.
Cuando salí del hospital, cuando viajé de camino a Tuluá, cuando llegué a mi casa encontré asombro en el sol, incluso en una pequeña brisa que pasó, valoré todo lo que tengo, pues lo que tenemos se nos vuelve costumbre y lo que se nos niega tentación, pero la fe, queridos lectores, siempre está allí y es válido no tener control y querer gritarle a Dios: ¡Píntamela más clara, porque no te entiendo! Es válido flaquear ante el imponente significado de la fe.
Pero solo basta recordar que todos estamos en el mismo mar, y está en nosotros alargar la mano para ayudar a alguien o lanzarnos del barco y dejar que la corriente nos aleje y abrume hasta que la apnea sea voluntaria.