Se trata nada más y nada menos que del síndrome del juez, sus síntomas son comunes y se manifiestan casi al instante, con fiebre alta se nos escapan comentarios intrusivos, nos atrevemos a determinar qué es lo que cada quien merece, como pequeñas manchas cutáneas minimizamos logros ajenos y enaltecemos solo lo que nos conviene; la verdad es tan sencilla que se nos hace un nudo reconocerla, nos sentamos en un podio y ponemos el mazo en nuestras rígidas manos, oímos a las partes sin escuchar realmente y dando un último golpe, seco y frío, anunciamos sentencia. Reconocer lo forastero resulta más fácil que hacerlo con lo propio, por eso de nuestra boca salen palabras que hacen de todo menos construir y es que en ocasiones, lo único que queremos hacer es adornarnos con sucesos brillantes, como si adelantáramos la navidad en nuestra hoja de vida; desconfiamos de las demás personas porque nosotros podemos hacerlo mejor, y no es hasta que nos desvanecemos, caemos o fallamos que decidimos acudir a quien tanto pisoteamos.
No se trata solo de dar un reconocimiento y ofrecer vacías palabras de júbilo para quien levanta en sus manos una medalla resplandeciente, es saber, con detalle que erramos al jugar a ser jueces, es conceder que al dar sentencia nos adherimos a una idea completamente desacertada, alejada por completo de lo que es, basándonos sin escrúpulos en las insensibles ideas que han quedado como secuela de la mencionada fiebre; debemos renunciar al mazo y entender que las acciones de las personas tienen un desenlace, siendo este es beneficioso o no, el beneficio de la duda es el recurso más grande que podemos ofrecer antes de si quiera pensar en ponernos la toga. Son tres simples pasos que debemos seguir y así tal vez no sea necesaria una audiencia: escuchar, percibir y ceder. La lucha es interna, el esfuerzo, las lágrimas, el sudor y el dolor casi nunca pueden notarse, pero reconocer que erramos al juzgar y admitir que quien está delante nuestro merece más de lo que se le ha ofrecido, es más que un buen trato, es humanidad, empatía y amor puro. Es calidad de ser humano, y es la mínima cuantía que podemos admitir.