Al escribir esta columna, no quiero pensar como sacerdote, ministerio que ejercí durante casi 25 años, sino como un católico convencido de su fe y que considera que muchos de los comportamientos que asumimos en los actos litúrgicos dejan mucho que desear y hablan perfectamente de que nuestra fe y nuestro encuentro con Jesús en la Eucaristía es definitivamente muy débil.
En primer lugar, la manera de vestir. En esto, los que profesan diversos cultos diferentes a la iglesia católica, nos llevan mucha ventaja. Ellos van al culto de corbata, elegantemente vestidos con el criterio claro de que van a orar. En cambio, los católicos se aparecen en misa con sudaderas, ropa deportiva, y lo peor, con escotes grandes lo cual indica que poco sentido tiene para ellos el ir a la máxima celebración de nuestra fe: la eucaristía.
En segundo lugar, es la actitud que asumimos cuando llegamos al templo, pues al llegar, nos dedicamos a charlar con los que están a nuestro lado lo que convierte la casa de Dios en una verdadera plaza de mercado. El templo es casa de oración de encuentro con Jesús que se hace presente con su cuerpo y con su sangre en la eucaristía.
En el templo, en la casa de Dios se llega a orar, a agradecer a Dios por tantas bendiciones que derrama sobre cada uno de nosotros, a pedirle por tantas necesidades personales y del mundo entero, a escuchar la palabra de Dios y la explicación u homilía del sacerdote, a pedir perdón al Señor por tantas faltas como cometemos diariamente.
Está en nosotros, como padres de familia, como adultos, enseñar a nuestros hijos, a nuestros niños y adolescentes, sobre todo con nuestro ejemplo, a que descubramos en cada parroquia, en cada casa de Dios, el espacio ideal para encontrarnos con ese Jesús, que nos salva y que todos los días nos da la oportunidad en la celebración de la Santa Misa de encontrarnos con él, con su presencia real y divina en la Eucaristía.