El gusto por comer sabroso me viene de herencia. No interesa la humildad o sofisticación del plato, lo importante es que esté preparado con la sazón apropiada y con una gran dosis de amor, como lo exige la novelista mexicana Laura Esquivel en su libro “Como agua para chocolate”, para no mentar los requerimientos culinarios de doña Flor, ese inolvidable personaje del brasileño Jorge Amado que tenía que guisar en su academia de cocina, nada más y nada menos que para dos maridos.
Y ese legado se lo debo por supuesto a la sapiencia cocinera de mi madre y de mis abuelas que conservaban la tradición de sus lugares de nación, Josefa, mi abuela paterna, en el Valle del Cauca y Efigenia, mi abuela materna en Cundinamarca. Pero de las dos era Josefa quien se llevaba las palmas, pues era guisandera de oficio y como tal asistía con sus potajes y sus dulces a más de un rendido comensal, asiduo a su mesa y a sus fogones.
Por ello me ufano de conservar la tradición de mi padre, Omar Arturo, y de mi primo, Hernán Moreno Ortiz, de rendir tributo a las empanadas y a las carnes de Las Chapetas. No desde la mayor, la abuela Elisia, quien dio comienzo a la tradición de la buena cocina, pero sí desde sus hijas Luisa y María que continuaron una usanza culinaria que prosiguió con Gladys, con Esperanza y con Idalia, recientemente fallecida, y que ya tiene preparada la tercera generación con Isabel y con Oscar, su esposo.
Ese gustoso y sabroso manejo del fuego y los peroles, se ha visto reconocido por el Congreso de la República, por la Cámara de Comercio de Tuluá y más recientemente por la Asamblea Departamental que incluyó el saber culinario de Las Chapetas como Patrimonio Gastronómico del Valle de Cauca.
Mi congratulación y respeto a estas prodigiosas artífices de la buena comida, que ya lo dice el poeta Charles Simic, es incompatible con la tristeza.