El triunfo del onceno argentino nos ha servido para demostrar que existe una idolatría inconmensurable hacia el fútbol y sus protagonistas.
Fue impresionante su recibimiento por unas multitudes inatajables desbordadas en entusiasmo, incontrolables, cuyos gritos se ahogaban en medio de una masa que se movía al vaivén de la montonera imparable. Fue tan extrema esta situación, que obligó a las autoridades a rescatar a los ídolos desde un helicóptero, para que se libraran de caer en manos de la muchedumbre, en donde de verdad, correrían un serio peligro.
Me deja atónito, que muchos se dedicaron al vandalismo, asaltar supermercados, dañar cajeros, vagar de un lado para el otro sin ningún sentido. Luego, un día después, las calles eran un desierto, destrozos, basuras, habían pasado los “nuevos bárbaros” de Atila, que no les importaba nada concreto, sino estar allí, ir a donde todos van, sin razón alguna, pareciera que no les importara ni siquiera los artífices del triunfo, sino dar rienda suelta a sus impulsos primarios, a desahogarse, e inclusive a tratar de olvidar sus penas y sufrimientos.
Las desiertas calles del orgulloso pueblo argentino, estaban vacías, como muy seguramente estaban vacíos los espíritus de los manifestantes, que posiblemente no tienen sentido en sus vidas y aprovechan momentos de suprema alegría colectiva, para también encontrar alguna respuesta a sus insatisfacciones.
Ni la inteligencia artificial con todos sus alcances en beneficio de la sociedad, podrá sustituir al Dios Verdadero, ese que nació en un humilde pesebre, el que estamos celebrando en estos días de fin de año.