Nunca pensé que a estas horas de mi vida, cuando ya doblo la curva final del recorrido, se nos fuera a venir encima el futuro y me tocara presenciarlo o, como lo estoy haciendo en este momento con mis propios dedos, tratara de describirlo sobre un teclado y mi propia voz frente a un micrófono. No era capaz de imaginarme ese porvenir.
Es un momento de schock, como cuando la humanidad empezó a usar el reloj de bolsillo o hicieron lo propio con la pólvora o se ingeniaron la rueda.
Todos los que se hayan atrevido a un descubrimiento que nos haya removido las estructuras, han sido motivados por lo mismo que hoy nos revuelven las tripas con la IA: ganarle la batalla al tiempo.
Esculcar el infinito de una ecuación o tratar de diagnosticar una enfermedad lo más rápido y completo posible se logra con la Inteligencia Artificial.
Hace tres años podrían durar hasta cinco o diez años investigando. Ahora, con esta nueva y prodigiosa herramienta lo hacen en menos de una hora.
Eso quiere decir que hemos adelantado muchísimo pero que como pensarían los primeros espectadores de la rueda o de la pólvora, muchos seres humanos vamos a quedar sin oficio.
Todo nos lo van a hacer tan fácil que, como me lo decía Nico, mi lejano discípulo genial, hemos entrado en la era de los haraganes, no en la de IA. Esa cosa puede reemplazarme perfectamente en mi oficio, imitándome y hasta puliéndome.
El arte será objeto no de quien lo imagine o lo realice en una novela, una pintura o una sinfonía sino de una IA bien alimentada en datos y saberes por quienes sean sus dueños.
Pero, de la misma manera comenzaremos a desconfiar si quien escribe o pinta o canta es el verdadero autor o haya surgido como producto de la inconmensurable IA.
En breve, entonces, y ojalá yo ya no viva, nadie confiará en nadie, todo será inventado por la IA y nos habremos adelantado a tratar de escapar del futuro que se nos vino encima como cuando a uno se le cae y lo aplasta el armario que pretendíamos abrir.