Todos en algún momento hemos hecho algo mal, hemos cometido un error o tomado una mala decisión; porque es natural en las personas equivocarse de vez en cuando y la cosa está en no aspirar a ser perfectos, pero tampoco caer en el bache de no mejorar ni tampoco en el de no aprender. Cuando uno falla, piensa que ahí termina todo: “Perdí, ya que. No hay nada más que hacer al respecto y me echaré al dolor”.
Esto no solo sucede en las cosas de las cuales nosotros somos autores, sino también en las cosas que se nos ofrecen: “No, pues estoy incapacitado. Ah, no pasé la entrevista, figuró quedarse en la casa”.
Es peor no intentar que fallar, porque si nos quedamos sentados esperando a que de repente se cumplan nuestros objetivos, todo se ponga en orden y dejamos que nuestros errores se queden ahí, sin aprendizaje, sin evolución o sin una solución, el mayor error no es el que cometimos ni la oportunidad que perdimos, el mayor error es no demostrar el menor esfuerzo de hacer algo al respecto.
Perseverar y evolucionar no es importante, es esencial y lamentarnos por absolutamente todo es lo que más sobra, resignarse a lo que pasa y aceptar que no se puede hacer nada sin haber intentado algo primero es indiscutiblemente, un enorme problema.
No basta con querer únicamente, el que quiere trabaja, falla, mejora, aprende y puede, sea un objetivo personal, profesional, académico o de otro tipo.
A veces nos contagiamos con indiferencia crónica, da igual si hay regaños, consecuencias o pérdidas derivadas de nuestras acciones; de repente ya no importa y hacer, buscar, intentar y rein-ventarnos al parecer deja de ser una opción.
Hay que evitar a toda costa esa particular enfermedad que ronda sin rumbo sobre nuestras cabezas, ya que la indiferencia y el menor esfuerzo lo único que nos darán es una mente inmune a oportunidades, proyecciones y trabajo duro, si no queremos ser esa persona que empuja infinitamente la piedra a la cima de la colina, equivo quémonos para mejorar, no para repetirnos sin sentido: Bueno, ¿Qué se le va a hacer?