Hay lecturas tan esplendidas, tan asombrosas, que demoramos en asumir las emociones y evocaciones que nos suscitan para poder referirnos a ellas desde una reflexión escrita. Y, esas lecturas, lo primero que provocan en nosotros es la inmediata necesidad de compartirlas físicamente con personas, que, por una u otra razón, vienen a nuestra memoria, mientras transitamos las páginas del libro en cuestión.
Y eso me aconteció en mi primer encuentro con “El infinito en un junco”, el libro de Irene Vallejo que fue editado por Siruela en 2019 y al que tuve acceso, iniciándose la pandemia, que no el encierro, a inicios del 2020.
Como ya lo insinué, encuentro que fue un total deslumbramiento. Igual, a cuando descubrí las narraciones de “Las mil y una noches”, o ese maravilloso libro titulado “Siete noches” que reúne una serie de charlas dictadas por Borges sobre diversos temas librescos y en especial sobre la poesía. Y, sin duda, sentir el mismo hechizo que la palabra provoca al leer “Cien años de soledad”.
Porque ahora, desde esta segunda lectura de “El infinito en un junco”, ya puedo afirmar que dicho ensayo, es mucho más que el registro de 30 siglos de la historia del libro. Es la relación del hombre con la palabra, con la imaginación, con la reflexión, con la búsqueda de un mundo no tan ancho, ni tan ajeno a sus pasiones, razones, emociones y sueños.
En últimas, la relación festiva y trágica de la humanidad con su capacidad de ficcionar, con su talante de ser una especie a la que le fue dado el extraordinario don de contar historias.
Pero igual, es una bitácora de las vicisitudes que a través del tiempo ha tenido esa aventura de los libros. De las mujeres como tejedoras, desde sus ruecas, de una tradición oral, recogida más tarde en los rollos de papiro con que se iniciaron las grandes bibliotecas. Y emplaza y señala, a los falaces y autoritarios perseguidores de los libros que desde sus imperios de muerte han querido, desde siempre, aniquilar la utopía.