Fernando Pessoa en “El regreso de los dioses” afirma “El artista es la forma más alta del hombre superior. El santo es del tipo de los Ángeles cuyo oficio es creer, el sabio es del tipo de los Arcángeles, cuyo oficio es comprender; el artista, sin embargo, es del tipo de los Dioses, cuyo oficio es crear.” Si reemplazamos artista por poeta, en esta contundente proclama, tendremos, no solo lo que concibe el pueblo ruso de sus poetas, sino lo que caracteriza a algunos seres iluminados, que, siguiendo el discurso parsoniano, serían las Potestades de la Palabra. A este último orden perteneció el poeta Antonio Zibara, cuyo cuerpo acompañamos ayer lunes 16 de noviembre con Julián Malatesta, Larisa Sanclemente y un reducido número de familiares y vecinos a su destino final sobre la tierra.
Porque Antonio, nunca perteneció del todo a este mundo. Su universo lo componían varios cosmos interiores que se nutrían de realidades inma-teriales, casi siempre incompresibles para los profanos, pero de una permanente actualidad en quienes nunca abandonaron los mágicos territorios de la infancia y sus vecindades mítico-religiosas. Por eso dice de su poesía el poeta Jorge Eliécer Ordóñez, “La poesía de Antonio Zibara nos recuerda el calidoscopio de la infancia, a cada vaivén entre las manos, las figuras adentro se acomodan en forma diferente; todas las lecturas eran posibles, todas ciertas en la sincronía, todas potenciales en la diacronía”.
Por ello, su poesía muchas veces se tornaba incompresible para quienes están acostumbrados a la búsqueda de lo razonable, de lo coherente al interior de ese laberintico cosmos de la poesía. Julián Malatesta lo intuye en el prólogo de uno de los libros del poeta cuando asevera, “Todo lo que nombra la poética de Zibara es común, es familiar y no obstante es inédito, es inusual, se nos revela por primera vez,” Esa revelación, es el oficio del poeta, es el misterioso don que nos lega Antonio Zibara.