El pasado domingo el mundo del cine, y en especial los que sobrevivimos de mi generación y que vimos a Alain Delon volverse el máximo actor de toda una época, nos enteramos por un escueto comunicado, firmado por su perro Loubo y sus 3 hijos, que había fallecido en su finca La Brulerie cerca de París.
Para quienes supimos por centenares de notas periodísticas y de escandalosas páginas de la prensa del corazón que Delon amaba como pocos a los animales, y que en esa finca había recogido a muchos sobrantes de circos para que vivieran sus días finales dignamente, el que fuera su perro Loubo, quien hubiese puesto de acuerdo a sus tres díscolos hijos para firmar conjuntamente el obituario, no era ni extraño ni contradictorio.
Loubo es un perro malinés, que le acompañó los últimos 10 años y sobre el cual el actor había dicho a París Match en 2018 que era el perro del final de su vida y que lo amaba como a un hijo. Tanto que le había pedido a su veterinario que cuando muriera lo pusiera a dormir en sus brazos porque no sería capaz desde la eternidad sabiendo que se dejará morir al pie de su tumba esperando que su amo volviera.
El día de su muerte las revistas que habían publicado su entrevista, lo recordaron. Y fue Troya. Los franceses tan dados a esos escarceos movieron los hilos de las sociedades defensoras de animales y convirtieron en motivo de discusión pública la petición de Alain Delon, al extremo de conseguir impedir que Loubo fuera sacrificado junto a su amo.
El tema, empero, ha trascendido en un mundo donde las mascotas han reemplazado a los hijos en los hogares y cada quien ha querido tomar partido, de acuerdo a como entienden la íntima relación de los perros con sus dueños.
Yo, que he vivido los últimos 35 años con mis perros y desde cuando murió Monumento tomé la determinación de no conseguirle reemplazo a él y a ninguno de los que le han sobrevivido, y todavía me acompañan, alego hoy también que Delon tenía razón, su viejo perro Loubo debe tener el dolor de un niño huérfano.