A comienzos del mes octubre las redes sociales dejaron de funcionar por un fallo interno en sus servidores, creando un trastorno que afectó a más de 3 mil millones de usuarios de estas plataformas privadas.
Para muchos, fue un día lleno de angustia y ansiedad, pues estas herramientas se volvieron imprescindibles, ya sea para mantenernos informados de cuanta historia publican por allí, así muchas sean falsas, o para comunicarnos entre todos.
Y es que estas plataformas crecieron aún más en temporada de pandemia; el encierro y la necesidad de saber todo sobre lo que ocurría en el mundo entero, de cómo estaban nuestros familiares y amigos regados por el planeta y cómo se estaban cuidando del letal virus, nos aferraron más a los aparatos. Además, la obligación de evitar el contacto físico nos llevó a adaptarnos a modelos virtuales para poder seguir trabajando, estudiando, recibir asesorías médicas y hasta disfrutar de las reuniones sociales por cámara.
Me gusta leer sobre los estudios que se realizan y algunos dicen que el 60% de la población del mundo tiene acceso a Internet, a través de los cada vez más sofisticados teléfonos inteligentes, que se han convertido en una extensión de nuestros brazos.
Tan poderosa es esta nueva forma de expresión, que los gobernantes están usando Twitter para dirigir a pueblos y definir conductas nacionales e internacionales.
Sin ir muy lejos, basta con ver cómo varios de los que aspiran llegar a la presidencia de nuestro país, promocionan por este medio el discurso de odio y la xenofobia.
El día en que se cayeron las plataformas, lo cual generó un impacto grande en la sociedad mundial, nos hizo pensar en que es urgente tomar medidas necesarias, tanto para explotar estos sistemas en bien de la humanidad, como para impedir que se conviertan en mecanismos que afecten a los derechos humanos y la parte afectiva de nuestras familias.