Me costó trabajo encontrar las palabras para expresar aquí lo que sentí durante mi visita a la unidad oncológica de la clínica Imbanaco, a la que asistí en calidad de acompañante, pues conocer la historia de varios de los pacientes que allí acuden es bastante conmovedor.
Y es que hasta mi corazón no solo llegó la tristeza del dolor ajeno, sino también la solidaridad y calidad humana del personal médico y administrativo que hacen que las penas de las personas que padecen del temible cáncer sean más livianas.
Ese día no pude evitar llorar cuando una niña, de apenas 3 años de edad, llegó sonriente al lugar saludando a todas las enfermeras como si fueran parte de su familia, al fin y al cabo la pequeña ya lleva un buen tiempo recibiendo sesiones de radioterapia. Pero fue más emotivo ver cómo todas esas mismas enfermeras la recibieron con profundo afecto.
Igualmente fue inevitable sentir gran alegría cuando observé el ritual que le hicieron a un paciente que acababa de terminar el tratamiento ordenado por los médicos, al que le entregaron un diploma y le hicieron tocar una campana, como símbolo de alegría por el objetivo logrado. Además le tomaron fotos y aplaudieron con euforia, como cual campeón de la vida, al que Dios le dio una nueva oportunidad para disfrutar cada detalle de la existencia. Imposible no sentir emoción.
Sin embargo, ese trato especial que recibe este tipo de pacientes no logra ocultar las reacciones que causan en el cuerpo las diferentes clases de tratamiento a que son sometidos y es por ello que también, cada segundo que allí estuve, no paré de agradecer por la salud con que Dios me ha privilegiado.
Observar tantos momentos, tener tantas sensaciones, ver varias historias con final feliz me enseñaron que no debemos dejar de luchar y que hay esperanzas, aún en los momentos más difíciles.
Razón tenía mi mamá cuando me decía: la enfermedad, aunque es dura, tratada con amor es llevadera. Y eso es lo que hacen en Imbanaco, trabajar con amor.