En el momento en que el adolescente, el hombre nuevo adquiere conciencia del mundo, su alma se ve levantada de una claridad sin ejemplo y traspasada por una concupiscencia de amor y de orden semejante a aquella otra “concupiscencia de Dios” de que habla San Juan de la Cruz. Pero esta transfiguración es apenas momentánea; todavía deslumbrado por el lujo entrevisto y sin siquiera medirlo en su magnitud más visible, aquel hombre recién nacido se ve precipitado a las tinieblas nauseabundas en que borbota, bulle y batalla su semejanza innumerable.
La actitud que adopta después de este tránsito violento, dará la medida exacta de su valor; el extremo hasta el cual sostenga esta actitud revelará si era en verdad digno de la vida o fue apenas uno de esos cadáveres sin rostro a los que solo su hedor da realidad ante el hombre auténtico.
Acaso son los únicos pecados imperdonables de la juventud que sea el dimitir su profundo “espíritu liberador” y el renunciar a la gravedad fundamental de su alma para reemplazar uno y otra con las actitudes que apenas puedan ser excusables en hombres que llegan al último estado de una vida. Esos tales tienen derecho a un reposo, que es, al mismo tiempo, castigo por lo que dejaron de ostentar, no pasan de ser sucias caretas con que cubre su menguada avidez de confort, su cobardía, su carencia. De esperanzas vivas.
Cuando la juventud se alza contra su anterioridad se habla por todas partes de injusticias. Tal vez. Seguramente. Pero ¿es que ha probado nadie que la injusticia no sea un deber, un ideal de la juventud? No todo el mundo quiere ni puede ser injusto con el pasado; por el contrario, la inmensa mayoría lo acepta con veneración; pero, solo de ese joven rebelde e injusto que ha hecho de su indignación un deber, puede nacer el orden nuevo, el progreso efectivo. Y bien castigada verá su heroica osadía, oyéndose maldecir y burlar por todo ese mundo que se conforma con el por ser incapaz de modificarlo.
Consecuencia del espíritu de partido. No están solos nunca: viven en la sociedad compacta y rumorosa del corrillo del clan, viven entre la res del perjuicio y la teoría, el interés particular y la veneración fetichista del hombre que sabe manejar el látigo. Pero viven también abstraídos de la realidad viva, de una miseria vital que los espantaría se fuesen capaces de percatarse de ella.