Uno de los graves problemas de Cali, es que los dueños de los ingenios y del monocultivo cañero se niegan a aceptar que la capital del Valle ya no es de su propiedad, así detenten los bienes de producción, y tampoco es la ciudad que ellos se imaginan como un reducto de las páginas de la revista “Hola” o de aquel suplemento del diario El País, bautizado como “Gente”, y de donde les viene la perversa idea de que ellos son la única “gente de bien”, por ser blancos y adinerados.
Ellos, que establecían los modos en que la ciudad debía asumir su cotidianidad, la sumisión de sus trabajadores y funcionarios operativos y burocráticos, las formas de la fiesta: corridas de toros, cabalgatas, reinados, y las maneras de practicar, entender y difundir lo que designaban como “alta cultura”, se vieron de pronto rebasados por manifestaciones contraculturales que reivindicaban el origen negro o indígena de una avasallante migración proveniente del pacífico y de territorios con población mayoritariamente de origen nativo.
Esfuerzos criollos de integración, como el “Petronio Álvarez”, fueron pronto subsumidos por una creciente pauperización de lo popular, condenado a la marginalidad, por una avenida que partió la ciudad en dos orillas, y por fenómenos de orden económico, las leyes de mercado, y de salud, la pandemia. Ciudades que poco a poco se tornaron hostiles e irreconocibles, sin que las élites procuraran nuevos espacios posibles de diálogo y convivencia.
Hoy, esas ciudades se enfrentan, la una defendiendo el statu quo, hasta querer eliminar física y culturalmente a la otra, revistiendo los muros ciudadanos de un gris plomizo y uniforme, como es su mirada del orden, la obediencia y subordinación de clase. La otra, abierta, expansiva, festiva, diversa, multiplicada en sus miradas y lenguajes creativos, presta a proponer una ciudad colorida, y pese a todo, optimista y victoriosa.