El pasado sábado, por una invitación del padre Freddy Escudero, tomé parte en la Séptima Jornada de Dignificación del Hermano Habitante de Calle, actividad que con base en la solidaridad de los fieles le permitió a la parroquia de los Padres Franciscanos atender más de 200 personas de todas las edades que, por diferentes circunstancias de la vida, han terminado viviendo en condiciones difíciles, desafiando el frío, el hambre y la soledad que produce la carencia de una familia.
Lo más gratificante y a la vez doloroso fue el toparme con dos o tres personas talentosas, con dones entregados por el Altísimo pero que sucumbieron ante el flagelo de la droga y el alcohol y hoy van de un lado a otro, recordando que un día tuvieron familia y la perdieron, recitando versos y anhelando un abrazo, una palabra de afecto.
Debo confesar que a pesar de mi caminar en la fe, me costó un poco de trabajo hacer contacto con ellos, pero fue el “poeta”, un reciclador que siempre va por la calle mostrando su sonrisa, el que derribó la muralla al extender sus brazos para fundirnos en un abrazo que desde la sabiduría que da la calle colofonó con una frase que encierra el motivo de esta columna: “Ahí no fue usted el me abrazó, fue Cristo el que lo hizo” en ese instante se me aguaron los ojos, se fue el olor que produce el sudor tras varios días sin baño y entendí la esencia del evangelio de San Mateo, capítulo 25 del 35 al 40 que cierra Jesús diciendo: «En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aún a los más pequeños, a mí lo hicisteis».
El estar en medio de ellos, hermanos que quizá perdieron el norte, me llevó a magnificar lo que tengo. Verlos lucir el estrén que les entregaron, bañarse con placer, saborear con exquisitez el café con pan y la suculenta lechona del almuerzo servida con amor me hizo sentir una vez que soy un bendecido por Dios y la vida, solo que en ocasiones me quejo más de lo debido.