A juzgar por las estadísticas que entregan las autoridades respecto al tema de la violencia intrafamiliar, el efecto pospandemia sigue vigente y sus secuelas se tardarán mucho en ser superadas.
Los datos que existen sobre el particular son preocupantes pues según la fuente policial, este año hay un crecimiento en casos por el orden del 97% y solo Tuluá en ese universo registra el 88%, es decir, la Villa de Céspedes es hoy un caldo de cultivo de ese fenómeno que se apodera del país.
Ese escenario sin duda obliga a que las autoridades gubernamentales pongan en marcha un real programa de Salud Mental que para ponerlo a tono de hoy se debe convertir en una política pública, por eso resulta preocupante que leyendo los planes de desarrollo de los municipios e incluso del departamento se quedan cortos en ese ítem que debería ser una línea gruesa por encima de las costosas, ostentosas y rentables obras públicas.
Es alarmante el número de casos de esposos que agreden a sus compañeras de vida, los maltratos de hijos, hacia sus padres, a lo que se suman los casos de violencia sexual en contra de menores de edad casi siempre protagonizados por sus propios familiares y personas cercanas.
El diagnóstico está claro, por eso se requiere que haya acciones contundentes por parte de quienes regentan los destinos del país para poder lograr un punto de quiebre y reducir esas alarmantes cifras de las que hoy se habla.
Un escenario para transformar este momento histórico debe ser la escuela, pero para ello también es necesario que los docentes no estén maniatados y puedan proceder acorde a los manuales de convivencia con sanciones ejemplares que devuelvan plenamente la autoridad, porque no cabe duda que esa permisividad de nuestras normas proteccionistas y al extremo garantistas en exceso, han terminado por socavar las bases de la sociedad.
Si no logramos recuperar como sociedad esa premisa de vida que rezaba presenta a la familia núcleo de la sociedad tristemente vamos a desaparecer.