La inmensa población colombiana es víctima de la violencia, vive atemorizada, vive bajo la bandera del miedo y sometida por el imperio del terror. El pánico es total en las áreas urbanas como rurales; ni los niños se escapan a las agresiones de los violentos.
Esta situación nos pone a pensar que hay tal náusea, tal fatiga ante la ruina y arrasamiento de los valores espirituales, es tan pestilente la ciénega de pasiones chusmas donde nos debatimos, que estamos peor que una espelunca.
Padecemos un hambre, una urgencia de moralidad y de buen sentido mucho más apremiantes que los que vivieron en la época cavernaria y ahora el alma está a oscuras, y el camino es de rocas y de abismos. A oscuras porque el cerebro, el ojo que conecta la inteligencia con las cosas exteriores no existe. Hemos perdido la percepción de las cosas, la intuición de las mismas y así las más altas virtudes de la inteligencia, el juicio y el discernimiento, han desaparecido.
Ahora no somos ni siquiera una multitud de seres atornillados, arracimados en un anhelante y eminente desear, sino en un triste hervir de larvas feroces, impulsados por un hambre de hormigas que no solo desean satisfacer su apetito, sino llenar inconmensurables galerías con cuanto sea transportable y ajeno, si tiene algún valor mundano. Y este derrumbamiento, esta ceguedad, esta negación a la primigenia y divina chispa de la vida, esta negación al creador de todas las cosas, no puede ser definitiva.
Manda el espíritu vivo en esperas de sublime excelsitud, gobierna y perdura a través de todas las equivocaciones de la carne y del espíritu mismo y de allí esperamos la irradiación que transfigure nuestro sendero que iluminará a las personas de ciencia, la presencia de nuestro destino, que dará aliento vigoroso y noble que vivimos, que ya no es vida, sino infierno que hace brotar lágrimas de fuentes misteriosas.
No son de miedo. No son de alarma cobarde y despavorida que se produce cuándo nos sentimos solos con las fuerzas precarias de la materia vil. Son el deseo del auténtico resurgimiento de nuestro desventurado organismo, son la demostración de que aún queda en nosotros la posibilidad de recuperación moral para comenzar otra vez el camino, para encontrarlo y caminar por él.
Lo dice el corazón y lo va a seguir diciendo hasta que se forme de nuevo el cerebro perdido.