A las personas nos cuesta ser testigos del dolor ajeno, del dolor normal ante la pérdida de un ser querido. Nos cuesta porque por asociación de ideas, presenciar el dolor ajeno nos hace entrar en contacto con nuestro propio dolor. Y entrar en contacto con el dolor que nos ha llevado tanto tiempo arrinconar implica una reversa emocional para la que no estamos preparados.
La muerte de Luz Mery Tristán conmovió e impactó a los colombianos, y a mí, porque, aunque no la conocía personalmente, nos marcó su historia en el deporte y su ejemplo de mujer emprendedora que jamás olvidaremos. También nos dolió la muerte del médico colombiano que viajó a Tailandia a disfrutar de unas vacaciones y encontró la muerte.
Y qué dicen del fallecimiento, casi a diario, de gran cantidad de jóvenes que apenas están comenzando a vivir y pierden su existencia, producto de las balas asesinas o accidentes, especialmente en moto. Al parecer, tenemos que aprender a aceptar e incluso convivir con cierto nivel de dolor e insatisfacción, asumiendo que la vida no es una fiesta continua y que debemos estar más en contacto con la realidad. No queremos decir que la vida no pueda ser bella, lo que hay es que redefinir las expectativas que tenemos acerca de las situaciones.
La realidad es que, a pesar de la belleza y de la felicidad, más o menos efímera de la que disfrutamos durante nuestra vida, experimentar dolor, sufrimiento o vivir de cerca la muerte de un ser querido es inevitable.
Pasamos gran parte de nuestra vida imaginando lo hermosa que será nuestra existencia, con unos ideales acerca del amor, de la pareja y del bienestar claramente influenciados por las películas de Disney. Y es el velo de esta fantasía el que a veces nos impide apreciar la belleza de los instantes que disfrutamos, simplemente porque estamos más pendientes de que coincidan con aquello que imaginamos, y no cómo son en realidad.
Por esta razón, “no busques cuentos con final feliz, mejor, busca ser feliz sin tanto cuento”.