Díganme amigos lectores si esto les suena familiar: cuando estabas en el colegio, una compañera que no conocías muy bien obtenía una mejor nota que tú en un examen importante. Muy bien, no te importaba.
Sin embargo, en el mismo examen, la calificación de tu mejor amiga era más alta que la tuya. Te sientes feliz por tu amiga, pero por alguna extraña razón, también te sientes un poco frustrada de que te haya superado, y además te sientes culpable por estar resentida debido a su éxito.
Esto no significa que seas una mala persona. Nuestros cerebros están programados para sentir una mezcla confusa de orgullo y celos, o envidia, aunque el envidioso es el que nunca se satisface con lo que hace y siempre está pendiente de lo que debe de hacer para llamar la atención y la admiración de otros.
Por eso mismo, no responde espontáneamente a su vida sin depender del concepto de los demás, la envidiosa quiere estar en toda parte, pertenecer a todos los grupos que existan para adquirir poder y así manipular y conseguir todo lo que esté a su alcance. La envidia es muy dañina, tanto que puede provocar infartos y no deja sentir felicidad.
Algunos hombres no lo hacen mal cuando hablamos de envidia. Ellos, a veces, son peores, envidian los logros profesionales de los demás y los éxitos también de las mujeres, sobre todo las que están por encima de ellos.
Personalmente todos los días le pido al Señor que me libre de este sentimiento tan peligroso, y aunque hay un dicho que reza “es mejor provocarlos que sentirlos”, es mejor evitarlos para no sufrir.
Quiero terminar este escrito con un mensaje que me envió mi amigo Leo: “No todos los que te miran te admiran. Algunos están es asombrados de que hayas sobrevivido a las trampas que te pusieron por envidia”.