En 1985 se estrena una película que actualiza una vieja forma de terror, como es la aparición de hordas de cadáveres que por manipulaciones del poder vuelven a la vida, declarándose en guerra contra los humanos normales y corrientes.
Una conocida variante de este adefesio tiene origen en nuestra américa a partir de los ritos de vudú haitiano y se conoce como el zombi, que es un resucitado por los medios mágicos de un hechicero vudú con el fin de someter al muerto viviente a su voluntad.
El zombi es pues un ser sin alma, carente de albedrio, que a su vez puede contaminar a quienes lo rodean, mordiéndolos, con el fin de aumentar el poder del hechicero a quien sirve. Es, sin duda, una fabula macabra. Pero lo verdaderamente espeluznante es que dicha forma de esclavitud es la que alimenta ideologías y prácticas políticas que se hacen cada vez más fuertes en lo que queda de la civilización occidental, gracias al ocaso de las democracias y la aparente victoria arrolladora del pensamiento fascista.
Porque el fascismo es precisamente la derrota de lo humano, por la puesta en marcha de una maquinaria implacable, basada en la carencia de razonamiento y en la supresión de las emociones que no sean las provocadas por el aparato de poder. Cualquier desviación a estas prácticas de sometimiento indiscutible, es de inmediato castigada con la supresión física del infractor o infractores.
El triunfo de las corrientes de extrema derecha en la conformación del Parlamento Europeo, en las elecciones recientes, no hacen sino confirmar las alarmas que filósofos como Umberto Eco, George Steiner y Nuccio Ordine ya habían anticipado frente a la destrucción neoliberal de los fundamentos civilizadores en occidente y la entronización de la barbarie, en una terrible regresión que abre las puertas a una violencia sin precedentes. Ni más, ni menos que el regreso al mundo de los zombis